lunes, 13 de enero de 2025

14 DE ENERO. SAN HILARIO DE POTIERS, PADRE Y DOCTOR DE LA IGLESIA (+367)

 


14 DE ENERO

SAN HILARIO DE POTIERS

PADRE Y DOCTOR DE LA IGLESIA (+367)

UN sin restañar el torrente de sangre desatado por las persecuciones, «gimió el orbe y se quedó asombrado al contemplarse arriano» —según la atrevida expresión de San Jerónimo—. Pero, así como el heroísmo de los mártires fue un baluarte irreductible, y su sacrificio semilla de nuevas generaciones cristianas, para contrarrestar la funesta herejía de Arrio, envió Dios a la tierra a los grandes campeones de la ortodoxia —Osio de Córdoba, Eusebio de Vercelli, Lucífero de Cagliari, Atanasio, el papa Liberio, etc.— hombres sabios, íntegros, de acero, dispuestos a defender la Divinidad del Verbo a costa de sus vidas.

Uno de los más destacados atletas de la Fe en el siglo IV —alma de fuego, pluma de fuego— fue San Hilario de Poitiers, apellidado el «amigo de Dios» y el «Atanasio de Occidente».

Este sabio y valiente apologista católico, ni siquiera había nacido cristiano. Era hijo de una noble familia pagana de Poitiers, que lo educara esmeradamente en las ciencias grecorromanas y en todas las prácticas religiosas del gentilismo. Pero tenía un alma muy grande, recta y exigente, que buscaba afanosamente la verdad. «Mi alma ardía en ansias de conocer a Dios, de poder cifrar en Él mi esperanza». La filosofía pagana no podía llenar el inmenso vacío de su espíritu selecto, ni descifrarle el auténtico sentido de la vida, ni desamarrar su nave, ávida de lejanías…

Dios no se oculta nunca a las almas que' lo buscan con rectitud. La clave misteriosa que Hilario no pudo encontrar en la sabiduría humana, la halló en la Divina Escritura. La idea mosaica de la majestad y misericordia de Dios arrebató su espíritu. La lectura y meditación del Evangelio de San Juan le reveló el alto destino del hombre y sus relaciones con el Criador. El sublime misterio de la Encarnación del Verbo le deslumbró. Comprendió que ideas tan elevadas no podían ser fruto de humanas especulaciones; creyó sinceramente en la divina Revelación, y recibió el Bautismo.

Desde este punto, la idea de Dios le llena y le basta. Defiende la fe con celo y elocuencia. Su virtud y saber lo llevan primero al sacerdocio, y después —350— al episcopado de Poitiers. Su esposa —dice Pérez de Urbel—, dando un ejemplo que fue muchas veces imitado en la primitiva Iglesia, se resolvió a no mirarle sino en el altar, transfigurado por la llama del sacrificio...

Hilario ha alcanzado ya la conquista de sí mismo; pero ahora se abre ante él un nuevo campo de lucha. El arrianismo, desgarra a la Iglesia. Los más intrépidos y prestigiosos confesores son víctimas de un despotismo brutal. Y el nudo gordiano es, precisamente, la luz salvadora que a él le iluminó: la Divinidad del Verbo. La veneración y la gratitud le ponen las armas en la mano. Sin alharacas, pero con firmeza y valentía, Hilario empeña en el combate todo su ardor de neófito, toda su sabiduría filosófico-teológica, toda la fuerza del raciocinio y de su fe en Jesucristo, en una palabra, toda su actividad eclesiástica y literaria. En el Sí- nodo de Béziers -356-, en medio de las más vergonzosas claudicaciones, sólo él tiene la osadía de desenvainar la esa pada de la verdad, provocando el asombro y la indignación del emperador Constancio, que lo destierra a Frigia, en Asia Menor. Es un destierro fecundo en obras de apostolado y en escritos apologéticos. Dirige por carta a la Iglesia gala; discute en varias ciudades con los corifeos de la herejía; se familiariza con el griego, con los Padres orientales, con el monacato; elabora el tratado Sobre la Trinidad —su obra maestra— en el que propugna la necesidad de una fe ilustrada; envía memoriales' y anatemas al Emperador. Con razón puede exclamar: «Permanezcamos en el destierro, con tal que la verdad sea predicada».

El año 359 fue invitado al Sínodo de Rímini-Seleucia, con el artero fin de atraerle a la causa de los semiarrianos. Nadie pudo torcer la austeridad rectilínea de su carácter, ni resistir su lógica contundente. Acaso fue allí donde se ganó el título de «Ródano de la elocuencia», que le da San Jerónimo. En su impetuosa Invectiva contra Lactancio, llega a suspirar por los tiempos de Decio y Nerón. «Entonces —dice— se combatía cara a cara; hoy nuestro enemigo nos lisonjea para herirnos...».

¡Cosa extraña! Aquella postura audaz, que hubiera podido costarle la vida, fue la que le restituyó a su diócesis, a instancias de sus mismos enemigos, que sólo deseaban alejar de Oriente a tan temible y peligroso «agitador». La Galia entera — dice San Jerónimo — abrazó al héroe que volvía victorioso del combate. Su entrada triunfal en Poitiers fue señalada con la resurrección de un niño.

San Hilario no se durmió sobre los laureles. Fiel a su destino de luchador, fue hasta la muerte columna de la fe. Convocó concilios, publicó obras inmortales, obtuvo resonantes retractaciones, y, con la excomunión de Saturnino —acto enérgico y salvador— barrió de las Galias el último brote de herejía. La asistencia al Concilio de Milán —365— fue el postrer gesto guerrero de este adalid de la ortodoxia, de esta lámpara de la verdad, que se extinguió un 13 de enero —367— entre fulgores divinos.

«¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que anuncia y trae mensajes de paz; del que trae nuevas. del bien y publica la salud!».