miércoles, 29 de enero de 2025

30 DE ENERO. SANTA JACINTA DE MARISCOTTI, VIRGEN (1585-1640)

 


30 DE ENERO

SANTA JACINTA DE MARISCOTTI

VIRGEN (1585-1640)

DIGAMOS que es una visión demasiado simplista de la santidad el figurársela como algo lejano, fabuloso, inasequible, patrimonio exclusivo de almas selectas. Y, además, un error teológico. La vocación a la santidad —no decimos a los altares— es común a todos los hombres. Y en el Flos Sanctorum, al lado de vidas purísimas, seráficas, hay otras de carne y hueso, muy parecidas, acaso, a la nuestra: vidas desgarradas, a veces, que, tras dura lucha consigo mismas — Pablo, Agustín, Jacinta de Mariscotti— , se entregaron incondicionalmente a Dios y volaron a gran altura sobre las miserias de este mundo, midiendo con alas de fuego las cumbres de la eternidad…

Es impresionante y confortador pensar cómo la Providencia condujo a la hija de los condes Marco Antonio de Mariscotti y Octavia Orsini — nacida en Pignatello, a cuatro millas de Roma — de una vida de tibieza y desaprensión al culmen de la amable hay en ella, aparte la lozanía de su bella juventud. El Conde, con buen criterio, para atajar el mal en su cuna, la envía de pensionista al convento de San Bernardino de Viterbo, donde otra hija suya —Inocencia — acaba de profesar. Pero el silencio, la soledad, los buenos ejemplos y cariñosas advertencias de su hermana no son sino incentivos a la altivez y genio intratable de Jacinta, que acaba tirando los libros.

El conde de Mariscotti no admitía en sus hijos el derecho a deliberar. La unión mística, descendiendo misericordiosamente a detalles mínimos con amorosa y tierna solicitud. Contemplemos e imitemos.

En el seno de una familia de arraigadas creencias cristianas, Jacinta constituye excepción. Los años de su infancia discurren entre devaneos y frivolidades, sin que los sabios consejos de una madre santa dejen en su alma el menor poso. Carácter altanero y despótico, natural áspero y dominador, niña cursi, resabida y casquivana, nada amable hay en ella, aparte la lozanía de su bella juventud. El Conde, con buen criterio, para atajar el mal en su cuna, la envía de pensionista al convento de San Bernardino de Viterbo, donde otra hija suya —Inocencia— acaba de profesar. Pero el silencio, la soledad, los buenos ejemplos y cariñosas advertencias de su hermana no son sino incentivos a la altivez y genio intratable de Jacinta, que acaba tirando los libros.

El conde de Mariscotti no admitía en sus hijos el derecho a deliberar. La joven, con gran contrariedad, hubo de resignarse a encerrar definitivamente en el claustro sus veinte años floridos de quimeras. «Está bien; desde mañana seré monja, pero sólo de nombre. Viviré en el convento cual corresponde a mi rango social».

Si las puertas de San Bernardino cerraron a Jacinta el paso a los placeres y diversiones del siglo, su corazón permaneció frívolo y altivo durante diez años. Resistencias a la gracia, conducta escandalosa, lujo espléndido, mundanalidad dentro del claustro... Trocó la celda en tocador. Doquiera ricos tapices, artísticos cuadros, muebles preciosos, magníficas joyas, hábitos de seda, objetos de diversión... Su vida parecía la de una gran señora recogida en apacible retiro.

Pero llegó la hora de los desengaños. Una grave enfermedad le descubrió, al borde de la tumba, la miseria de su alma: En su interior se produjo aguda crisis moral. La idea de condenarse la transformó por completo. Hasta en el delirio de la fiebre repitieron sus labios temblorosos aquellas palabras escritas al pie de la imagen de Santa Catalina, sobre las que- tantas veces se posaran sus ojos con indiferencia: Quid volo, Dómine, extra te? Y Jacinta supo ser magnánima en la elección de «resoluciones contrarias», conforme al oppósito per diámetrum preconizado por San Ignacio. «Desde hoy renuncio a cuanto poseo. Vos sólo seréis mi único y sumo Bien».

El sacrificio es total e irrevocable. Entrega todas sus alhajas, sus cosméticos, su peculio; viste la túnica más burda, el velo más grosero; elige el jergón más duro, la celda más angosta, la cruz más tosca, el cilicio más áspero; destierra de su mesa las viandas delicadas; macera su carne con disciplinas; se ejercita en los más humildes menesteres. Pero hay almas tan mezquinas que no alcanzan a comprender estas transmutaciones de la gracia, y tampoco faltaban en Viterbo. La Santa es motejada de loca, se toman a guasa sus humildades, su buena fe. A tal extremo se llega, que una hermana, ante quien Jacinta se postra para besarle los pies, le da un golpe en la cara, tratándola de necia y falsa.

Por este camino de dura expiación escala en breve plazo las místicas cumbres del amor divino, en vuelo de alta contemplación. «Las aves —nos dirá— me enseñan a bendecir a Dios; la música con sus armonías y las flores con sus perfumes elevan mi corazón a las moradas celestiales». Elevan su corazón y todo su cuerpo, que en los arrebatos del éxtasis se levanta a varios palmos del suelo en presencia de la Comunidad, sin que las múltiples tareas que le impone la obediencia, al nombrarla Vicaria y Maestra de Novicias, o los derramamientos de su caridad cuando abre su mano y su corazón a las desdichas ajenas, o las entrevistas que se ve obligada a sostener con las personas que solicitan sus sabios consejos, sean óbice que interrumpa la presencia amorosa de Cristo en su alma. En su Vida se insiste especialmente en su heroica caridad cuando, reducida a inaudita pobreza, escribe a las monjas de Santo Domingo in Monte Magnanápoli pidiéndoles auxilios para sus amados pobres: «Remitidme alguna cosa, cualquiera que sea: todo es mucho para el que nada tiene...».

Jacinta llegó a su ocaso irradiando —como el sol— cada vez más vivos reflejos de santidad; y cuando la muerte la visitó —30 de enero de 1640— Dios la inundó de celestiales delicias, haciéndole entrever la gloria inmortal que le preparaba.