domingo, 5 de enero de 2025

06 DE ENERO LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

 


06 DE ENERO

LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

A fuerza de idealizarla, de poetizarla, de querer envolverla en una aureola de luz y de vida que compense, con el detalle, la falta de colorido de una narración auténtica, pero sobria, la Fiesta de Reyes se nos va muchas veces en aguinaldos y cabalgatas, con olvido de lo esencial, que es su honda y transcendental significación teológica e histórica. Los Magos —en ruta hacia Belén—, con el astro milagroso en el cielo, y otro astro no menos milagroso, el de la fe, en el alma. son las primicias de la Redención y el pregón primero y solemne de la Divinidad de Jesucristo. Es, sí, «el día de los niños que ríen en el gozo de su inocencia»; pero, ante todo, es el gran día que anunciaron rotundamente los Profetas: «Levántate, recibe la luz, ¡oh, Jerusalén!; ha aparecido sobre ti la gloria del Señor...». «A su luz caminarán las gentes, y los reyes, al resplandor de su nacimiento…»

La Epifanía —fiesta de alto relieve litúrgico, que sólo cede a las de Pascua Y Pentecostés—es el broche de oro del ciclo navideño, tierno e impresionante: día «santísimo», el de las «santas luces», aurora de redención, manifestación y llamamiento universal de Cristo al mundo, invitación al divino festín al que, con celebrarse en un portal —son palabras de San Bernardo—, no desdeñan asistir los Magos fastuosos.

Esta conmemoración singular —que es doble, porque hoy se celebra también el Milagro de las bodas de Caná—, en torno a la cual el arte, la leyenda, la tradición, la piedad y la más romántica espiritualidad, se mezclan en rozagante y festivo «belén», gira sobre el eje indestructible de la verdad evangélica. Dice San Mateo: «Nacido Jesús en Belén..., unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén y preguntaron: ¿Dónde está el nacido Rey de los judíos? Hemos visto su estrella en oriente y venimos a adorarle».

Ni en el Evangelio ni en la historia resaltan nítidas las simpáticas y misteriosas figuras de estos grandes adelantados de la fe, que llamamos Reyes Magos. El arte y la ilusión han colocado siempre en sus cabezas los símbolos de la dignidad real. Hoy es más común la creencia de que eran sacerdotes de una casta muy poderosa de Persia —como dice Liell—, que esperaban, desde Zaratustra, un Salvador; o bien, sabios o astrónomos, descendientes de Balaán, el sabio mosaico que pregonó a los cuatro vientos: «Una estrella saldrá de Jacob y un cetro se levantará en Israel». Es tradicional el número ternario, correspondiente a las tres razas humanas entonces conocidas: semítica, blanca y negra. Y también lo son los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar —en griego Appellius, Amedius y Damascus, y en hebreo, Galgalath, Malgalath y Sarathin—. A principios del siglo VIII se describen por primera vez —en Exceptiones Patrum— las diferencias entre los Magos: Melchor —senex et canus—, de luenga barba, ofrece oro; Gaspar — júvenis imberbis—, rubio, ofrece incienso; Baltasar —fuscus—, también barbado, ofrece mirra. El texto ha influido en la iconografía posterior.

Cuando aparece en el cielo de Oriente la estrella de Jesús —«noche única en el misterio astronómico, en que se abrió hasta quebrarse su inefable evidencia». ha escrito Claudel— los Magos, interiormente iluminados, interpretan en ella el mensaje misterioso que anuncia al Gran Rey del pueblo de Israel, cuyas esperanzas conocen. Y arrebatados por la dulzura de su divino influjo, henchida el alma de una luz nueva, dé una fe gigante, se parten en busca del Redentor, siguiendo su curso pasmoso. Su entusiasmo supera las tremendas dificultades de un viaje largo, desconocido, lleno de peligros. Pero; al llegar a Jerusalén, surge una prueba desconcertante para su maravillosa esperanza. La estrella desaparece. Su ingenua pregunta: «¿Dónde está el recién nacido Rey de los judíos?», cae en un medio suspicaz y desconfiado. Jerusalén no sabe nada, ni quiere saber nada. Peor aún: Herodes, aterrado y pérfido, prepara una conjura. Se reúne la Sinagoga. El nombre de Belén como cuna del Salvador aparece en un texto de Miqueas. El viejo y taimado Rey, ocultando un proyecto criminal, dice arteramente a los Magos: «Id, e informaos bien acerca de ese niño, y enviadme la nueva, para ir yo a adorarle».

Llegan a Belén. La estrella, de nuevo aparecida, se para sobre una casa pobre, donde habita un matrimonio humilde, con un niño pequeñito. ¿Cómo reconocer en este Infante al Rey Salvador? Los Santos Reyes, mudos de asombro, caen a sus pies y, besándoselos, le ofrecen incienso para su Divinidad, mirra para su Muerte, oro para el cetro de su inmarcesible Monarquía espiritual. Y, en pago de su ciega y venturosa obediencia, Jesús abre a sus ojos la maravilla del más sorprendente Misterio, y adoran en la carne al Verbo eterno, en la niñez a la Sabiduría infinita, en la debilidad a la fortaleza divina. «Los Magos —comenta Papini— significan las viejas teologías que reconocen la definitiva revelación, la Ciencia que se humilla ante la Inocencia, la Riqueza que se postra a los pies de la Pobreza».

Los Heraldos del Gran Rey no volvieron a ver a Herodes. Por mandato angélico, regresaron a su país por ocultos caminos. En sus corazones puros llevaban la estrella maravillosa del conocimiento de Dios, grabada, con suave fuego, al contacto con la Carne divina...

¡Formidable lección de fe, de esperanza y de amor!