sábado, 4 de enero de 2025

5 DE ENERO. SAN SIMEÓN EL VIEJO, ESTILITA (387-459)

 


05 DE ENERO

SAN SIMEÓN EL VIEJO

ESTILITA (387-459)

Si la penitencia no tuviera nombre, podría llevar el de Simeón el Estilita: el hombre que todo su ingenio en excogitar cada día una nueva modalidad ascética, siempre progresiva, para ofrecerse a Cristo en oblación dolorosa; el Santo cuyas divinas extravagancias hacen sonreír al escéptico, cuya honda y sublime filosofía hace meditar al creyente. Nadie mejor que él puso a términos de heroísmo el ábneget semetipsum, y muy pocos cumplieron tan perfectamente en su carne «lo que falta por padecer a Jesucristo» —en frase paulina—. Es algo inconcebible en nuestros días, más propio para admirar que para imitar, sólo explicable por circunstancias de época y ambiente. Ni la vida de un San Jerónimo o de un Pedro de Alcántara nos impresionan como la de este Santo, llena de prodigiosas originalidades. Teodoreto, que fue el primero que la escribió —en su Historia de los monjes de Siria—, no lo hizo sin recelo, sin que le temblara la mano: «Todos los que están sujetos al Imperio Romano —dice— saben bien quién fue Simeón, varón ilustre en santidad; pero, con tener tantos testigos de sus hazañas, temo narrarlas, porque las cosas que sobrepujan nuestra naturaleza no suelen creerse, antes se tienen por fabulosas, pues los hombres solemos medir a los demás con nuestra propia medida».

¡Milagro de penitencia, de oración, de martirio voluntario!

Era un pastorcito natural de Sisán o Sis, entre Siria y Cilicia. Podría tener unos diez años. Una vez entró en la iglesia en el momento en que el lector recitaba las Bienaventuranzas. Aquellas palabras, oídas tantas veces, le parecieron nuevas y se le clavaron profundamente en el alma. Un anciano, a quien se dirigió, le interpretó su sentido cristiano. Para hacerse digno de tan regaladas promesas era precisa la expiación en vida por los pecados, el abandono y despego de los bienes temporales, el ayuno, la soledad, el flagelo de la carne; y para llenar cumplidamente este programa, nada como hacerse monje. ¡Caminos de Dios! Aquella revelación fue un descubrimiento que entusiasmó al muchacho. Instigado por una luz interior, Simeón se retiró a un monasterio de la Teleda. Su fe ingenua y recia asombró a los cenobitas; su austeridad les hizo temblar. Aquel mancebo rudo y sin letras, endurecido al contacto con la naturaleza, sentó cátedra de penitencia en medio de los héroes del desierto. Nadie, como él, era capaz de pasarse una semana sin probar bocado, ni de dormir sobre las piedras... Un día, por el mal olor de sus llagas, descubrieron algo inaudito: Simeón llevaba, literalmente incrustado en la carne, un cilicio de mirto salvaje. El abad Heliodoro se asustó, y pensando que la santa emulación podía inducir a otros monjes a cometer excentricidades contrarias a la disciplina común, le aconsejó que se retirase. Así vivió su noviciado.

¡Es impresionante seguir las huellas penitenciales de Simeón, desde el monasterio de Tel-Neshín hasta Antioquía, a través de bosques, montañas, antros y sepulcros! El primer año lo pasa en una cisterna seca. Luego se empareda en una cueva. Allí, en compañía de las alimañas, frente a un horizonte de piedra, con terribles noches de espíritu, realiza la hazaña inverosímil de imitar el ayuno de Cristo. Melecio, obispo de Antioquía, va a verle y lo halla exánime; más, al contacto con la Sagrada Hostia, se recobra milagrosamente. La fama de sus heroicidades trasciende lejos. «Su encierro —anota el biógrafo— parecía un mar a donde iban a desembocar ríos de multitudes, ansiosas de contemplar aquel milagro de penitencia». El Santo pide a Dios que le sepulte en la tierra, que aleje de él el vórtice aterrador de la celebridad; pero sus milagros le traicionan...

En el delirio de la humildad, su ingenio ideó un nuevo tipo, más torturante, de vida ascética, que crearía la escuela de los estilitas —del griego stylos, columna— y que ha suscitado encontradas opiniones: vivir sobre una columna, suspendido entre el cielo y la tierra, atado con gruesa cadena, siempre de pie, expuesto al azote del simún, al frío y al sol, como una, estatua viviente de penitencia y de oración. «El cuerpo —escribe un autor — estaba sobre una columna de piedra; el espíritu, enhiesto, se alzaba sobre una columna de fuego, como llama gigante que pugna por trasponer las nubes». De esta manera extraña pasó el resto de su vida, que fueron más de treinta años. Sin pretenderlo, se había convertido en esa «luz que, puesta sobre el candelero, alumbra toda la casa». Su ejemplo y fervorosas exhortaciones convirtieron a varias tribus nómadas de Arabia. Su influencia ante los emperadores Teodosio II y Mauricio fue altamente beneficiosa para la Iglesia. Lanzó anatemas contra las herejías nestoriana y monofisita y defendió a San Cirilo. Las multitudes, arrebatadas por el torbellino de sus palabras y milagros, vinieron hasta de Iberia y la Galia a postrarse ante su columna prodigiosa. Fieles, idólatras, herejes. Unos lo creen mago, otro ángel, otro dios; pero él se proclama «el hombre más vil, aborto del infierno, indigno discípulo de Cristo».

Así se iba consumiendo Simeón, como lámpara votiva en la presencia del Señor. Un día de 459, se consumó, al fin, el férvido holocausto y, libre de las ataduras del cuerpo, voló al cielo, en olor de santidad, aquella alma acrisolada por la penitencia, cuyo pensamiento estuvo siempre en las alturas...