viernes, 24 de enero de 2025

25 DE ENERO LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO APÓSTOL (34 O 36)

 


25 DE ENERO

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO

APÓSTOL (34 O 36)

Es la Conversión de San Pablo, de terrible perseguidor de Cristo en su más formidable predicador y mayor propagandista —ancho horizonte abierto a la Iglesia naciente— por sus trascendentales consecuencias para la transformación del mundo pagano y la expansión del Evangelio, uno de los más grandes acontecimientos del Siglo Apostólico, sin igual en los anales del Cristianismo, Así lo proclama la Iglesia, al dedicar, por singularísima excepción, un día de su ciclo litúrgico a la conmemoración de este evento magno —mentor y ejemplar en la historia de las grandes conversiones—, cuya sola evocación produce un movimiento de asombro…

Un día, el furor de la Sinagoga cayó como un rayo sobre la cabeza del joven e intrépido diácono Esteban, condenándole a morir apedreado, como a promotor de una campaña demoledora contra el formalismo farisaico. Otro joven extremoso, de naturaleza apasionada, de inteligencia vigorosa y sagaz, de carácter violento y dominador, asistía a la inhumana lapidación y guardaba los vestidos de los verdugos, «para tirar con las manos de todos», según la impresionante interpretación de San Agustín. Se llamaba Saulo. Era hijo de la culta Tarso de Cilicia, judío de la dispersión y ciudadano romano, fariseo rigorista, formado en la erudición rabínica «a los pies del gran Gamaliel». Su timbre de gloria —nos lo dirá él mismo cuando, al mudar su nombre por el de Pablo, siempre en busca de humildad, tenga —en frase de Quevedo— «por solar de nobleza su caída y por nacimiento su conversión» — consistía en ser «hebreo, hijo de hebreos, de la tribu de Benjamín, fariseo, hijo de fariseos, celador de la Ley y de las tradiciones paternas, y prosélito de la secta más rigurosa».

Saulo, judío convencido, tenía necesariamente que ser enemigo irreconciliable del nuevo movimiento, tan contrario al mosaísmo, alentado audazmente por los seguidores del Nazareno. Y lo era sin tapujos; perseguidor franco y poderoso, pesadilla de la Iglesia naciente. Lo era fanáticamente, celosamente, por ideal. «Vosotros habéis oído hablar de mi vida en el judaísmo, y sabéis que he sido blasfemo y perseguidor y vaso de ira y contumelia. En mi celo por la religión judía fui más allá que la mayoría de mis compañeros». Extraordinario debió de ser el estupor —si no el pavor— del anciano sacerdote Ananías, varón santo, cuando recibió orden del Cielo para que visitase en casa de Judas a Saulo de Tarso, «constituido ya en vaso de elección». Lo reflejan bien sus palabras: «Señor, he oído de labios de muchas personas cuántos males ha hecho este hombre a tus santos de Jerusalén. Él tiene facultades de parte de los Príncipes de los Sacerdotes para apresar a cuantos invocan tu nombre».

Bordeamos el año 35. Saulo, al frente de una gruesa escolta y provisto de cartas credenciales, cabalga hacia Damasco, donde la nueva secta aumenta de modo alarmante para la Sinagoga. La frente altiva, los ojos exorbitados por el odio. Atrás deja vacías las iglesias de Jerusalén. Ahora el golpe va a ser aplastante, aniquilador...

¡Qué sarcasmo tan divino le preparaba Cristo!

Fue a pleno día. Estaba ya próximo a Damasco, cuando una luz deslumbradora, aterradora, lo envolvió súbitamente. Desarzonado, rodó por el suelo. En los aires tronó, con fría calma, una voz misteriosa: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». El fracaso fue tan solemne, como fulminante el efecto de la gracia. «¿Quién sois vos?» —preguntó anonadado— «Soy Jesús, a quien tú persigues. Dura cosa es dar coces contra el aguijón». Si Luzbel subió para caer, Saulo cayó para subir. No es fácil imaginar el desplome, la angustia de su alma al descubrir su extravío y comprobar que él, amante de la verdad, había consumido su vida en el engaño, y que, persiguiendo a los cristianos, había perseguido a Dios, creyendo desagraviarle. «Señor, ¿qué queréis que haga?» —exclamó con un ansia inmensa de entrega, con profunda humildad—. «Levántate, vete a la Ciudad y allí se te dirá lo que has de hacer».

Cuando Saulo se levantó estaba ciego; pero en su alma brillaba ya la luz de Cristo. Conducido a la Ciudad, esperó allí, ayunando y orando, a que Dios le comunicase su voluntad. Al tercer día, Ananías, jefe de los cristianos, se presentó en la casa de la Vía Recta donde Saulo se albergaba. Lo halló sumido en oración. Le impuso las manos, le devolvió la vista, lo bautizó y quedó lleno del Espíritu Santo...

«Era —dice un autor moderno— la muerte repentina, trágica, del judío, y el nacimiento esplendoroso, fulgurante, del cristiano y del apóstol». Saulo —¡qué maravilla de la gracia!— convertido en San Pablo, en el Doctor de los doctores, en el Apóstol por antonomasia, «de cuya plenitud beberán todas las naciones y aprenderán que Jesús es el Hijo de Dios». Ha cambiado de ideales, pero sigue siendo idealista, impetuoso como un torrente, fariseo a lo divino, a quien nada será capaz de separar del amor a Cristo, vivo en su propio ser. De hoy más se gloriará de no conocer otra cosa sino a Jesús Crucificado, y será —lo dice San Jerónimo— vaso de elección, dispensador de los tesoros divinos, bramido del león cristiano, trueno de las gentes, trompeta del Evangelio que se alzará en calles y plazas para defender, aun con la vida, a sus antiguos enemigos, que constituyen ahora «su gloria y su corona».