TERCER DOMINGO DE EPIFANIA
Dos oraciones perfectas
Fray Justo Pérez de Urbel
Jesús ha empezado su ministerio por los caminos de Galilea. Es un profeta errante. No aguarda, como Juan, a que las gentes vayan a buscarle en las orillas del Jordán, sino que las busca El en aldeas y ciudades, en los patios umbrosos de las casas, en los ventorrillos de los telonios y entre las redes de los pescadores. Camina de un pueblo a otro pueblo, hablando con el sembrador que esparce la semilla al lado de la ruta; se detiene junto a las fuentes y bajo los árboles, busca la alegría de las colinas en los días de primavera y se detiene a admirar la blancura del lirio que crece junto al arroyo. Anda errante por el amor, anda errante como el propietario que recorre sus campos antes de la siega o como el pastor que busca la oveja extraviada. Y la multitud le sigue, porque con su certero instinto, no extraviado aun por la envidia ni por la calumnia, ha visto luz en su doctrina y calor en su acento y compasión en su mirada; ha presentido al corazón que no conoce el desdén, que a nadie rechaza, que no sabe de hieles ni durezas, y que, siendo El pobre, comiendo el pan de la caridad, se presenta como el amigo, como el hermano de los pobres y de todos los que lloran.
Además, el milagro centellea par donde quiera que vasa. Es poderoso en obras y en palabras: "Nadie ha hablado como este hombre; nadie puede hacer las maravillas que él hace." Así dice la muchedumbre que ahora le acompaña al descender del monte. Acaba de pronunciar las paradojas sublimes de las bienaventuranzas; ha expuesto la doctrina de la paternidad misericordiosa y universal de Dios, y ahora vuelve a Cafarnaúm, "a su ciudad", a la playa soleada donde encontró sus primeros oyentes. Su cortejo le admira, le aclama, recoge con avidez sus gestos más insignificantes; pero no son estos los homenajes que más le agradan. Busca los corazones generosos, capaces de comprender la grandeza de la fe; y se le ve alegre, porque presiente la bella cosecha que va a recoger esta tarde. Dos hombres buenos, abrumados por el dolor, van a encontrar delante de Él la oración perfecta.
Primero, el leproso. El cortejo se acerca a Cafarnaúm. Ya se ve el agua del Lago, placida, serena, límpida, rizada apenas por el viento del desierto, movida apenas por las barcas silenciosas de los pescadores. El leproso ha oído el murmullo de la multitud, los aplausos, las aclamaciones. Es Jesús de Nazaret.
¿Quién no lo sabe en los pueblos de Galilea? Él lo sabe también, aunque vive en el campo, bajo el peso de las prescripciones de la ley. Le han hablado de la bondad del Profeta y de su poder, y un rayo de esperanza ilumina su alma. ¿Se acercará? Ningún leproso puede mezclarse a la muchedumbre sin quebrantar el precepto de Moisés; pero él ha visto de lejos al Nazareno, y aquel continente tan humano y aquella mirada tan compasiva y aquel rostro tan dulce le llenan de valor. Se acerca lloroso, se postra delante del Señor, fija la frente en el suelo, y pronuncia estas sencillas palabras: "i Señor, si quieres, puedes curarme!"
Es una oración admirable, que refleja el estado de un alma: fe, respeto, resignación. Si quieres, puedes curarme; si no me curas, es que no soy digno; puedes dejarme en esta situación dolorosa, vergonzosa, desesperada: tal vez porque la lepra de mi alma es más hedionda que la lepra de mi cuerpo; tal vez porque esta miseria me libra de otra miseria peor. Solo una cosa afirmó: que tu poder es mayor que mi desgracia. Cuando las gentes de Cafarnaúm sólo veían en Jesús un maestro autorizado o un gran profeta, el leproso había descubierto en mí al Hijo de Dios. Era la mirada sencilla de la fe la que brillaba en aquellas profundas palabras.
Y en la fe está la salud, según dijo Jesús muchas veces a los ciegos y a los paralíticos. Esta vez clavó su mirada sobre el enfermo suplicante, extendió su mano como para levantarle del suelo, y su carne virginal e inmaculada tocó la carne maldita y purulenta del gafo. La ley de Moisés declaraba que quien tocaba a un leproso era impuro; pero cuando el que toca es Aquel que no puede contraer ninguna impureza, es el impuro el que queda purificado. Diariamente Cristo se dirige a nosotros, y su carne toca nuestra carne, y nos dice compasivo: "Yo lo quiero, se limpio."
Pero he aquí otro hombre, que viste la amplia clámide de dominador odioso. Es un militar y es un romano; es el jefe de la cohorte que esta de guarnición en Cafarnaúm: un centurión. La multitud le abre paso. Se le respeta, se le ama, aunque pagano. En el sobreviven las virtudes de la antigua Roma. Es honrado y bueno. En el cuartel, los soldados le quieren, y en casa los esclavos le idolatran. Es difícil encontrar un amo como él en aquella Roma, donde Ulpiano escribía que el esclavo es una bestia de carga, y donde decía Varrón que el esclavo es una máquina que habla. Precisamente, este centurión tiene un esclavo enfermo: ha velado junto a su cabecera, ha mandado matar las gallinas de casa, ha llamado a los médicos y ha llorado "porque le amaba mucho". Y ahora acude al último remedio, al poder del Profeta que acaba de aparecer en aquella tierra. También él tiene una fe viva. Ha reconocido al depositario del poder divino, al hombre que con una palabra hace huir a la enfermedad y a la muerte. Y expresa su pensamiento con una rudeza netamente militar: "Yo dice no soy más que un oficial, un subalterno, y, sin embargo, cuando digo a un hombre: ven, viene; cuando le digo: ve, va. Vos, en cambio, sois el emperador del universo. Las enfermedades y los elementos reconocen vuestra autoridad. Pronunciad una palabra y seréis obedecido." Jesús se muestra dispuesto a ir a su casa para curar al enfermo; y entonces es cuando el centurión pronuncia las palabras admirables que repetirán todos los cristianos hasta el fin del mundo: Domine, non sum dignus...
Tal era el primer pagano que entr6 en la sala del banquete evangélico; un hombre de quien el mismo Cristo pudo decir admirado: ''En verdad, en verdad os digo que no encontré una fe tan grande en Israel."