viernes, 10 de enero de 2025

11 DE ENERO. SAN PALEMÓN, ANACORETA (+HACIA EL 315)

 


11 DE ENERO

SAN PALEMÓN

ANACORETA (+HACIA EL 315)

pesar de lo mucho que se ha escrito sobre el tema, los comienzos del monaquismo cristiano, causal y cronológicamente, siguen siendo oscuros. Ignoramos quién fue el primer monje. San Juan Crisóstomo explica el fenómeno monástico diciendo que «la corrupción del mundo en el siglo III obligaba a quienes deseaban salvar su alma a buscar la perfección en los parajes solitarios».

Lo cierto es que, un día, un asceta o varios, rompieron con la vieja creencia sustentada por Aristóteles de que «para vivir fuera de las ciudades era preciso ser un dios o una bestia»; y en los desiertos egipcios —país clásico del monacato— aparecieron los famosos «Padres del yermo», cuya norma primaria de vivir —calcada en el Evangelio— consistía esencialmente en la renuncia y separación de la sociedad, en la lucha. continua contra las pasiones y los demonios, que, 'a veces, bajo formas humanas o fantásticas, los maltratan y golpean, y en la práctica de una ascesis heroica, hasta alcanzar la paz segura del alma, el goce inefable, el amor místico, el éxtasis, la unión, el milagro, una vida de suma perfección.

Este ideal sublime es el que fascinó a aquel soldado italiano que la historia conoce con el nombre de San Palemón, y lo llevó —extra mundum— a Schenesit, orillas del Nilo, en el Alto Egipto. Palemón pudo ser el descubridor de esta rosa del desierto que con tan maravillosa lozanía iba a brotar luego en la Tebaida, en Nitria, en Escitia, en Siria, en Palestina, en Oriente y en Occidente. Y, si no fue el primero, fue, indudablemente. uno de los más ilustres entre los primeros solitarios. Practicando esta originalísima modalidad del ascetismo cristiano envejeció, sin que nadie —excepto unos pocos eremitas que se le fueron juntando— conociese el paradero. Un día, la Providencia condujo hasta su cueva a un joven copto, recién convertido del paganismo, que, con fervor de neófito, buscaba un guía espiritual. Se llamaba Pacomio, y estaba destinado a ser el «Padre del cenobitismo» aunque tampoco esta paternidad está bien determinada.

La «Ley del monaquismo» eremítico a la que Palemón ajusta su vida es como para desanimar al más decidido postulante. Por eso, para que Pacomio no se lleve a engaño, trata de disuadirle, pintándosela con descarnado realismo: «En todo tiempo —le dice— pasamos la mitad de la noche —aun muchas veces desde el anochecer hasta la mañana siguiente— velando, recitando las palabras de Dios y haciendo diversos trabajos manuales en hilo, en pelo, en fibra de palmera, a fin de que el sueño no nos importune y para atender a las necesidades de la subsistencia corporal. Lo que excede a nuestras necesidades lo damos a los pobres. Condimentar los manjares con aceite, beber vino, comer alimentos cocidos, son cosas completamente desconocidas para nosotros. En todo tiempo ayunamos hasta el atardecer, cada día, durante el verano, más en invierno dos o tres días. Cuanto a la regla de la colecta: sesenta oraciones durante el día y cincuenta durante la noche, sin contar las jaculatorias...».

Pacomio tenía vocación de héroe, y se puso incondicionalmente bajo las órdenes de Palemón, esperando llegar a las alturas que ambicionaba, a través de aquellas renuncias y combates espirituales. Desde entonces convivieron santamente, con el pensamiento en el cielo, bajo la mirada amorosa de las estrellas de Dios... El maestro, siempre serio y austero; el discípulo, siempre dócil y humilde. Aquél, extremando las cautelas —«vigila, Pacomio, vigila, para que Satán no te tiente, porque muchos se durmieron para su mal a causa de la tiranía del sueño»—; éste, subiendo jalones inverosímiles de santidad «con temor y temblor».

Cierta vez, dijo Palemón: «Hoy es la gran solemnidad de Pascua. Prepara alguna cosa para el mediodía y guarda también algo para la tarde». Pero cuando se sentaron a comer, observó que sobre la sal había unas gotas de aceite, y se retiró malhumorado, diciendo: «Han crucificado a mi Señor, y ¿voy yo a tomar el aceite, que ensoberbece el cuerpo?». El discípulo arrojó lejos aquel manjar y trajo otro rociado con ceniza, que ambos c0mieron con ascética fruición.

Por este camino de áspera abnegación, llegó Pacomio a cumbres insospechadas. Pero cuando fue a decir a Palemón que ya gozaba de iluminaciones divinas y del poder de hacer milagros, éste le respondió: «Oremos, hijo, oremos. Desconfiemos de cuanto halaga nuestra vanagloria». El santo viejo temblaba ante el temor de que el demonio del orgullo le arrebatara a su discípulo predilecto y echase por tierra los grandes proyectos que Dios tenía sobre, él. (Vístete de fortaleza —le decía— porque el Señor te llama a realizar. una obra excelsa».

Palemón no era inhumano, ni extrava7 gante. Un día se puso muy enfermo, y aceptó sin escrúpulo el tomar ciertos remedios propios de un paciente; pero al ver que no se aliviaba, volvió a sus habituales costumbres. «NO creas que la salud viene de los alimentos perecederos. La salud y las fuerzas están en Jesucristo».

Poco después —era el año 315— aquellos ojos centenarios, «debilitados de mirar al cielo» —como dicen los Libros Santos—, se cerraban para. siempre a la luz de este mundo, y, su espíritu subía a las alturas entre un coro de ángeles blancos…