domingo, 26 de enero de 2025

27 DE ENERO. SAN JUAN CRISÓSTOMO, PATRIARCA Y DOCTOR (344-407)

 


27 DE ENERO

SAN JUAN CRISÓSTOMO

PATRIARCA Y DOCTOR (344-407)

PARA responder a vuestros deseos —decía León XIII en 1880 a los párrocos, predicadores y teólogos reunidos en la sala ducal del Vaticano— ponemos a los oradores sagrados bajo la tutela y patrocinio de San Juan Crisóstomo, a quien proponemos como ejemplar que todos imiten. Él es el príncipe de los oradores cristianos. El áureo río de su elocuencia, la santidad de su vida, su invencible fuerza en el decir, las celebran con sumas alabanzas todas las naciones».

La fama de este hombre extraordinario, suscitado por Dios en un siglo decadente, hervidero de herejías, para defender — siempre arma al brazo— los derechos de la fe y la justicia, venía de muy lejos. Los griegos nunca han admitido más que tres «grandes doctores ecuménicos»; uno de ellos, Juan el Crisóstomo o Boca de oro. San Nilo le llamaba «la mayor lumbrera del mundo», y Teodoreto, Doctor orbis terrarum. También ha sido apellidado el «Cicerón cristiano», y suele comparársele con San Jerónimo y San Agustín...

Antioqueno de nacimiento y de ilustre progenie, Juan es aún más ilustre por la nobleza de su alma prócer, enriquecida con todo género de virtudes y talentos. De su madre, Antusa, pudo decir el célebre retórico Libanio: «¡Dioses de Grecia, qué mujeres hay entre los cristianos!». Más tarde diría, refiriéndose al hijo: «Hubiera dejado a ese muchacho al frente de mi escuela, pero los cristianos me lo han arrebatado».

Y era verdad. Dios había arrebatado para sí con exclusivismo divino a aquel pequeño «Demóstenes» que, siendo aún colegial, dejaba con la boca abierta a estudiantes y maestros. Un día, acuciado por el ejemplo de su amigo Basilio —el gran San Basilio— renuncia inesperadamente a la carrera del Foro y abraza una vida de austero ascetismo. Basilio lo cita para el desierto. Y es en la soledad —yunque prodigioso que moldea el carácter y da temple al espíritu— donde, tras cinco años de penitencia, oración y estudio, se forja el santo que asombrará al mundo. Seguramente que ni el heroísmo de su largo apostolado puede compararse con este período de integración espiritual, en el que ha de vencer, no sólo sus propias pasiones y las solicitudes del mundo exterior, sino la dulce y dolorosa oposición materna, como él mismo nos cuenta en su libro De Sacerdótio, escrito por estos días para consolar a Basilio. «Mi madre se conmovió profundamente al conocer mi resolución» ...

La enfermedad lo arroja del desierto. Vuelto a Antioquía, recibe el diaconado de manos de San Melecio. Es el año 381. Cinco más tarde, el obispo Flaviano abre con la llave sagrada del sacerdocio su boca de oro, redundante de sabiduría y santidad. Y por espacio de doce años desempeña el cargo de predicador. ¡Apostolado de la palabra y de la pluma, fecundo y decisivo como pocos, el de este ardiente sacerdote, lleno de brío juvenil, para quien la devoción a la Iglesia Santa constituye el núcleo de todos sus afanes! A esta época —387 a 390— corresponden sus más célebres homilías y su revelación como hombre de primera línea en la lucha contra la herejía y la inmoralidad, bien cortado para su tiempo. Juan se sumerge en su actualidad y la vive intensamente, valientemente. Su elocuencia viva, nerviosa, sustancial, llena de unción y chispeante de gracia —fuego y espada a la vez— reforma las costumbres, salva a Antioquía y desarma a los reyes y a los tiranos. La emoción de la lucha comunica a su verbo un calor de cosa humana que desborda lo puramente académico. ¡Discursos y panegíricos preparados y meditados en la paz acongojada de sus vigilias de asceta!...

El humilde será ensalzado. En el año 397, vaca la sede constantinopolitana. Juan no puede eludir la estratagema del emperador Arcadio y ha de resignarse a ocupar la silla patriarcal. Ahora está más cerca de la Corte, en una cátedra más eficaz. Desde ella truena con nuevos acentos, siempre incorruptible: conjura, amenaza, suplica. Sabe pasar con maestría de lo patético a lo festivo, del perdón al anatema; sabe amoldarse a todos los públicos y, dentro de la ampulosidad oriental, su palabra es sencilla, sin galanuras retóricas, porque no busca halagar el oído, sino mover el corazón. «¡De qué me sirven vuestros aplausos si no veo vuestra penitencia?». Mas la elocuencia es siempre suya; y si a veces toma aire de tribuno es para mejor ser apóstol. Sus Homilías no tienen rival. Enemigo de toda transacción cobarde, no extrema, empero, la temeridad. Su virtud superior es insobornable, a prueba de la más osada calumnia; su vida, inmaculada; su caridad, inagotable; su dulzura, prodigiosamente eficaz...

No obstante, su santa libertad para fustigar el vicio, sin distinción de personas, le creó poderosos enemigos. Eutropio, favorito del Emperador; el tirano Gainas; Teófilo de Alejandría, defensor de Orígenes; los arrianos y hasta la misma emperatriz Eudoxia —nueva Herodías—, reprendida acremente por el Santo, se conjuraron contra él. El conciliábulo de la Encina —403— lo depuso, y fue desterrado a Cucuso y Pitionte. Juan Crisóstomo, alentado siempre por el papa Inocencio I, supo ser grande en la adversa como en la próspera fortuna.

«¿Temeré la muerte? Cristo es mi vida. ¿El destierro? Toda la tierra es del Señor». El año 407 recibió la orden de repatriación. Era ya demasiado tarde. La muerte le sorprendió en Comana, con esta exultante jaculatoria en los labios: «¡Gloria a Dios por todas las cosas!»