04 DE ENERO
BEATA ÁNGELA FOLIGNO
TERCIARIA FRANCISCANA (1248-1309)
HAY vidas que Dios hace brotar sobre la tierra para que resplandezcan en ellas las maravillas de su gracia: María Magdalena, Pablo de Tarso, Margarita de Cortona, Tais, la pecadora... La de Ángela de Foligno es también una de estas vidas locas y adorables, desdobladas en el cruce de un toque sobrenatural.
A lo largo de este libro, verá el pío lector que no siempre la infancia de los Santos está rodeada de signos extraordinarios, ni siquiera de ejemplos de virtud, como acontece con nuestra Beata. El franciscano Fray Arnaldo, su confesor y biógrafo, dice que sus padres eran «más ricos que virtuosos».
Desde 1248 a 1309, transcurren los setenta y un años de esta llama, que en la ciudad umbra de Foligno se encendió y se apagó. Adolescencia frívola, juventud alegre, madurez desgarrada. Aquí no hay nada que presagie a la Santa. Nada que cincele una estatua para los altares. La Gracia tendrá que meter en puntos, enlenzar, anatomizar, estilizar... Tendrá que hacerlo todo.
Ángela era una joven elegante, de envidiable posición; pero desaprensiva y casquivana y con un corazón a flor de piel. Vio que el mundo la mimaba, que se rendía a sus caprichos, y, sin el freno del hogar, se arrojó alocadamente en el torbellino del placer, pródiga de su riqueza y de su hermosura. Fue el escándalo de Foligno. En toda Umbría —Patria de Santos— se habló de sus mundanerías y liviandades, ya soltera, ya esposa, ya madre.
Se necesitaba un milagro de la gracia, y el milagro llegó, porque Dios tenía muy altos designios sobre esta alma descarriada. Ángela no conocía más que el lado alegre y bello de la vida, cuando el Señor se la volcó, echándosela encima con toda su imponente y descarnada realidad. La muerte hundió uno tras otro en la eternidad a sus padres, a su esposo, a todos sus hijos, dejándola sola con sus desengaños y remordimientos.
Andaba ya por los cuarenta, cuando, por primera vez, miró al pasado. «Comencé a pensar seriamente en mi conducta. Dios me dio conocimiento claro de mis pecados, y concebí gran temor de condenarme». Desde aquel día, «donde abundó la culpa, sobreabundó la gracia». Fue una transmutación completa, asombrosa. Con brío gallardo y conmovedor levantó el puente que la unía al mundo y se refugió en el Corazón Divino, sagrario de amor, «lugar sin mentira, tabernáculo de la verdad». GY Cristo me llamó, invitándome a colocar mi boca sobre la llaga de su costado. Parecióme que apoyaba los labios y que bebía sangre, y comprendí que, en aquella sangre, todavía caliente, quedaba purificada. Sentí por primera vez un gran consuelo. mezclado a una gran tristeza, porque tenía la Pasión delante de mis ojos».
¡Drama sublime de penitencias y dolores, enjugados en místicas dulzuras!
Asida a la cruz con recio abrazo, Ángela se convierte en llama viva. «Yo vi sus ojos ardientes como lámparas del altar —dice Fray Arnaldo — yo vi su rostro. semejante a una rosa de púrpura. Su cabeza tenía a veces una riqueza, una plenitud de vida, un esplendor, una magnificencia angélicos. Entonces se olvidaba de comer y de beber: hubiérase dicho un espíritu sin cuerpo; y, sin embargo, aquel cuerpo deslumbraba los ojos» El experto y santo Director espiritual se ve obligado a atemperar los arrebatos amorosos, que le inspiran penitencias exorbitadas, deseos de mendigar y de humillarse públicamente; muy heroicos, sin duda, pero poco convenientes.
Hacia el 1291 ingresa en la Orden Tercera de San Francisco y recibe, entre otras grandes consolaciones y gracias, la visita de toda la Trinidad. Es una estratagema del divino Forjador de almas, que muy pronto cambia de táctica, para introducirla por los áridos caminos de la «noche oscura». ¡Largos años de congoja y paroxismo, de fieros combates con el demonio, de terribles tentaciones de concupiscencia y de desconfianza! Pero su amor y su fe son ya roca inconmovible, cimentada sobre la penitencia y sostenida por una fuerza superior. Firme en su dolor —seco, oscuro, infernal— la Vidente redobla sus devociones, caridades y sacrificios, hasta el extremo de sorber el agua con que lavara a un leproso. Desde este punto, su existencia, suspendida entre dos abismos inmensos —de altura y de hondura—, entra en el campo de lo incomprensible, pues al mismo tiempo que la Pasión le revela terribles confidencias, la delectación del Espíritu torna su carne en brasa. Estado «transcendental y deiforme», admirablemente reflejado en sus profundas y desgarradoras revelaciones a Fray Arnaldo. Durante treinta años de meditación sobre la Pasión, de vida oscura, sin acontecimientos, su unión con Jesús toca el límite de lo inefable: «¡Tú eres Yo y Yo soy tú!» —le dice un día el Amado— Y ella exclama: «Ni ver, ni oír, ni sentir la criatura. ¡Silencio, silencio!»... Ángela de Foligno abre paso a los grandes místicos: Teresa de Jesús, Francisco de Sales, Catalina de Sena, Juan de la Cruz...
Murió el 4 de enero de 1309, entre deliquios divinos. Su postrera enseñanza tiene eco angélico: «Oíd la palabra suprema y la oración de despedida. Sed humildes y dulces. Vuestro amor. se extienda a todas las naciones. Os dejo en testamento todo lo que poseo: la pobreza, el oprobio, el dolor, la vida de Jesús... Que la mano que fue extendida en la cruz os bendiga».
¡Siempre el grito alborozado, desgarrado, del amor!