LA DULZURA EN EL HOGAR DE
NAZARET.
VIRTUDES DE NUESTRA MADRE
En
nuestras relaciones sociales solemos, por defecto, mostrar el rostro dulce de
nuestra personalidad para ser aceptados por los otros y con el fin de agradarlos.
Pero tantas veces podemos comprobar en nosotros mismos, como esas aparente
virtud de la dulzura se esfuma y es remplazada por la ira, las malas palabras,
los malos gestos, las malas formas con aquellos que tenemos más confianza: nuestra
propia familia o amistades. En muchas ocasiones nos hemos acostumbrado a esto
que ni nos arrepentimos ni lo confesamos como faltas verdaderas contra la
caridad cristiana.
Realmente
aquí no hay una verdadera virtud sino una hipocresía, una apariencia… pues la
virtud ha de ser igual en todos los momentos, con todas las personas, sin hacer
distinciones ni excepciones. Y en esta caso de la dulzura, se hace más
necesaria con las personas que nos aman, que nos quieren, que comporten con
nosotros nuestra vida…
¡Cuántas
veces las mismas personas con las que convivimos nos descubren esta doble cara
y no somos humildes para reconocerlo! ¡Ni tenemos el deseo de cambiarlo!
Al
contemplar a nuestra Señora, Reina de todas las virtudes, contemplamos la
belleza de su ternura y dulzura que embelesa a todos. Como exclama san
Bernardo: “En Vos encuentran los ángeles la alegría, los justos la gracia y los
pecadores el perdón.”
Al
contemplar la dulzura de la Virgen podemos detenernos en el trato con el ángel,
con su prima santa Isabel, con los posaderos de Belén, con los pastores y los
magos, con los ancianos Simeón y Ana… etc… siempre dulce, siempre amable,
siempre bondadosa… Incluso, a pesar de tener su corazón traspasado, la Virgen
María es siempre dulce, siempre amable, siembre bondadosa con
aquellos vecinos que despreciaban a su Hijo, ante aquellos que se acercaban a
él para tentarlo o desacreditarlo… ante los que lo persiguen, lo maltratan, lo
juzgan y lo crucifican… En ella está la grandeza de la virtud, en ella está la
gracia.
Pero
fijémonos hoy en esta virtud de la dulzura de la Virgen en la vida cotidiana de
familia con San José y el Niño Jesús. Pasaron las mismas dificultades o más que
nosotros, tuvieron las mismas o más penalidades y pruebas… podría haberse
quejado, podría haberse manifestado enojada o dolida… y, en cambio, ella todo
lo hacía dulce y suave. ¡Qué vida la de aquella familia! ¡Qué paz, gozo,
tranquilidad, alegría y regocijo! ¡Qué suavidad y dulzura en todas sus
palabras, en todos los gestos, en todas las cosas! Y las más cotidianas… “Ecce
quam bonum et quam iucundum” He aquí lo bueno y los hermoso que es vivir los
hermanos unidos. Una familia total reflejo de la vida trinitaria, vida de amor
y comunió.
Pensemos
en dos momentos del Evangelio donde esto se nos manifiesta: la pérdida del Niño
en Jerusalén y las bodas de Caná. En el primero, la Virgen tenía el derecho de
reprender a Jesús por haberse quedado allí y no habérselo dicho. Y en cambio,
su queja fue de todo amorosa y suave: Hijo mío, ¿por qué nos ha hecho esto? Y a
las palabras del Divino Infante no responde nada más y el evangelista concluye:
Su madre conservaba todas estas cosas en su corazón.
En
las bodas de Caná ante la petición que hace a su Hijo pues los novios se han
quedado sin vino, Jesús responde de una forma dura: ¡Qué va esto contigo y
conmigo! Nuevo silencio de la Virgen María y, sin cambiar su rostro ni su ánimo
dulce y suave dice a los sirvientes: Haced lo que él os diga.
Pidamos
en este día nosotros también que como ella seamos con nuestra virtud también
ocasión para que en nuestra familia y con los más cercanos reine la paz, la
armonía, la serenidad… ese gozo y afabilidad propia de la vida de la gracia… Sepamos
también pedir perdón a aquellos que más nos aman y están más cerca de nosotros
y nos somos capaces de comportarnos con dulzura.