OCTAVA
DE NAVIDAD. La circuncisión del Señor
1
de enero de 2015, Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)
¡Feliz año nuevo!
Durante ocho días la Iglesia ha querido prolongar
la celebración gozosa de la Nacimiento del Salvador; coincidiendo el octavo día
de esta fiesta con el inicio del año civil.
Jesucristo, el Hijo Eterno del Padre, haciéndose
hombre en el seno de María Santísima
entra en la historia de los hombres. Aquel que existía desde siempre, comienza
a existir en la limitación del tiempo… Es más, con su nacimiento, comienza un
tiempo nuevo, el tiempo de la salvación, el tiempo de Dios. El niño nacido en
Belén marca el inicio de una nueva etapa, etapa final y definitiva de la
historia de la humanidad hasta que vuelva revestido de gloria y majestad para
inaugurar unos cielos nuevos y una tierra nueva.
Para el cristiano, el cambio de año no ha de ser
simplemente una celebración mundana o un simple cambio de hoja de almanaque, tampoco una celebración
supersticiosa ante el futuro, y mucho menos como es lamentable en nuestro días,
una celebración frívola de desenfreno y pecado.
Nosotros, cristianos, comenzamos un nuevo año en
Cristo, en el Señor, porque Cristo es el Señor de la historia y del
tiempo. Y comenzamos el año, al octavo
día de su nacimiento en carne, porque Cristo es el octavo día de la Creación.
Con su nacimiento, Nuestro Señor Jesucristo ha restaurado la creación y al
hombre sometido al poder del pecado y de la muerte, sometido al dominio del
Maligno y de la corrupción. Por eso, el Apóstol exclama en la epístola: Se ha manifestado la gracia de Dios, que
trae la salvación para todos los hombres, que trae al Salvador de todos los
hombres. (Tt 2, 11)
Al unirse a nosotros, en nuestra misma naturaleza
mortal, el Hijo eterno de Dios nos ha devuelto la herencia que nuestros
primeros padres perdieron por el pecado. Porque él que es del cielo se hizo
verdaderamente hombre, hay posibilidad de que los hombres tengamos un sitio en
el cielo. Las puertas del Paraíso han sido nuevamente abiertas: es más, nuestra
puerta es Cristo: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 9)
“¡Jesús, nacido en la pobreza de Belén,
Cristo, el Hijo eterno que nos ha sido dado por el
Padre,
es, para nosotros y para todos los hombres, la
Puerta!
la Puerta de nuestra salvación,
la Puerta de la vida,
la Puerta de la paz!” Juan Pablo 1999
Pidamos que este año en el que el Santo Padre ha
querido ofrecer a toda la Iglesia el jubileo extraordinario de la Misericordia
todos, muchos, también los que viven alejados y los que todavía no conocen a
Dios, también nosotros experimentos esa salvación inaugurada en medio del
silencio en la noche de Belén; pues “se
ha manifestado, ha aparecido la gracia de Dios, el Salvador de todos los
hombres.”
Queridos hermanos: El Santo Evangelio que hemos
escuchado nos recuerda como a los ocho días, el niño fue circuncidado y le fue
impuesto el nombre de Jesús, tal y como lo había revelado el ángel.
La circuncisión es el signo de pertenencia al
pueblo de Israel y por tanto garantiza la herencia de la promesa, es la señal
de la Alianza. Dios así lo exige a Abraham a quien llamamos nuestro padre en la
fe: “Esta es
la alianza que habréis de guardar, una alianza entre yo y vosotros y tus
descendientes: sea circuncidado todo varón entre vosotros. Os circuncidaréis la
carne del prepucio y esa será la señal de mi alianza con vosotros. A los ocho
días de nacer serán circuncidados todos los varones de cada generación. Gn 17, 10-12
Pero, ese signo externo y material en la carne del
varón, no es una garantía de salvación. Desde la misma experiencia del Éxodo en
que el pueblo es infiel y se va detrás de la idolatría, Dios exige una
circuncisión espiritual: Circuncidad
vuestro corazón, no endurezcáis vuestra cerviz, pues el Señor, vuestro Dios es
Dios de dioses y Señor de señores, el Dios grande, fuerte y terrible, que no es
parcial ni acepta soborno, que hace justicia al huérfano y a la viuda, y que
ama al emigrante, dándole pan y vestido. Amaréis al emigrante, porque
emigrantes fuisteis en Egipto. Temerás al Señor, tu Dios, le servirás, te
adherirás a él y en su nombre jurarás. (Dt 10, 16-19) Una circuncisión que
exige el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo representado en el
extranjero.
Fuera de caer en un mero voluntarismo, esa
circuncisión del corazón se realizará verdaderamente en el día del Señor, en el
día de salvación: “El Señor tu Dios
circuncidará tu corazón y el corazón de tu descendencia, a fin de que ames al
Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, para que vivas.” Dt
30, 6
Y este día de salvación ha llegado con el
nacimiento de Jesucristo. Él se hizo pecado por nosotros, y quiso someterse a
la Ley de la circuncisión, el que era el mismo autor de la ley, para liberarnos
a nosotros de su cumplimiento. Él se hace semejante a los pecadores, aunque Él
no lo sea y siendo plenamente inocente carga sobre sí nuestros pecados.
La circuncisión marca el primer momento redentor:
pues como signo físico, material y visible de la alianza implica el
derramamiento de sangre y hoy el Niño Dios comienza a derramar su sangre para
el perdón de nuestros pecados hasta el momento de la cruz en el que ha ser
traspasado por la lanza de su costado del que salió sangre y agua, como
realización plena de su entrega por nosotros. Este Niño que hoy es circuncidado
es el verdadero Cordero inmolado que con su muerte nos obtiene a nosotros el
perdón de los pecados y la verdadera circuncisión del corazón. La circuncisión
en ya Pasión del Señor y Redención de los hombres.
Queridos hermanos: “Nosotros somos la verdadera circuncisión, que adoramos en el Espíritu
de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no poniendo la confianza en la carne”
(Flp 3, 3) –exclama san Pablo; así que en este día, deseemos la verdadera
circuncisión, que no es realizada por
mano de hombre (Col 2, 11), como dice san Pablo; sino que consiste, en
despojarse del cuerpo carnal, es decir, de nuestros pecados, pasiones y propias
inclinaciones llevando “ya desde ahora
una vida sobria, honrada y religiosa” como nos recordaba la Epístola. Pues
la verdadera circuncisión no es la que se realiza en la carne, que es sólo
exterior; sino la del corazón, que se realiza por el Espíritu.
En este nuevo año deseemos pertenecer totalmente a
Jesucristo viviendo nuestra consagración bautismal, como María Santísima a
quien la Iglesia hoy también mira con devoción y tierna piedad pues por medio
de ella hemos recibido al Autor de la Vida y a la que acude para que por su
intercesión seamos purificados de nuestros pecados.