LA CONDESCENDECIA.
VIRTUDES DE NUESTRA MADRE
La
solemnidad de San Ildefonso que tanto admiró y amó a la Virgen nos ayuda en
este día a contemplar su virtud de la condescendencia: Ella, Virgen siempre
amable, fue condescendiente en toda su vida y ahora como Reina del Cielo
también con lo es con nosotros.
Condescender
es bajar de un lugar elevado y poner al lado del otro. Y es lo que María hace
al bajar al altar de la Catedral de Toledo para revestir a su fiel defensor
Ildefonso con el ornamento traído del cielo. Ella la criatura más elevada en el
cielo desciende, baja a nosotros, se hace cercana. Por eso, con esa fe y
confianza, San Ildefonso rezaba: “Oh clementísima Virgen, que con mano piadosa
repartes vida a los muertos, salud a los enfermos, luz a los ciegos, descanso a
los desesperados y consuelo a los que lloran. Saca de los tesoros de tu
misericordia refrigerio para mi ánimo quebrantado, alegría para mi
entendimiento y llamas de caridad para mi durísimo pecho. Sé vida y salud de mi
alma, dulzura y paz de mi corazón y suavidad y regocijo de mi espíritu.”
La
condescendencia es una pequeña virtud, pero muy valiosa en nuestra vida de
relación con el prójimo. Entendemos por condescendencia, el hábito por el cual
uno se presta fácilmente a los deseos de los otros, se inclina fácilmente para
complacer a los inferiores, escucha las observaciones y muestra apreciarlas aunque
no siempre sean perfectamente fundadas o tengan mucho valor. “Ser
condescendiente, dice San Francisco de Sales, es acomodarse a todo el mundo en
cuanto lo permitan la ley de Dios y la recta razón. Es ser como una masa de
blanda cera, susceptible de todas las formas, supuesto que sean buenas; es no
buscar el propio interés, sino el del prójimo y la gloria de Dios. La
condescendencia es hija de la caridad, y no hay que confundirla con cierta
debilidad de carácter que impide reprender las faltas de otro cuando se está
obligado a ello; esto no sería un acto de caridad, sino, al revés, cooperar al
pecado del otro”. Condescender es ceder de buen grado y sin perder la alegría
ante la opinión, la voluntad, el deseo o gusto del otro; renunciando a nuestro “derecho”
en favor del prójimo. Su enemiga principal es la soberbia: que busca la
entronización de nuestro “YO”.
Dice
San Vicente de Paul que era esta virtud la
que más recomendaba San Vicente Ferrer pues – según decía – las personas que se
ejercitan en condescender en todas las cosas que no sean pecado y que se
muestran dóciles en seguir la voluntad de Dios, tal como se les manifiesta en
los demás, llegarán pronto al estado de santidad.
¿Qué
frutos produce en nosotros esta virtud? Aumenta la caridad en nosotros hacia
Dios y hace el prójimo, nos ayuda en la práctica continúa de la mortificación
interior, nos afianza firmemente en la humildad verdadera, enriquece la
mansedumbre y la dulzura, y educa nuestro carácter. Esta virtud nos dispone sobre
todo a la obediencia cuando está se nos presenta costosa y gravosa.
Contempla
a la Virgen María en su vida cotidiana. ¿Cuántas veces condescendió con sus
prójimos… en su infancia, en su
juventud, como madre y como esposa, como madre de los discípulos… siempre
cediendo a la voluntad del otro, siempre dejando su criterio o su gusto por
complacer a los otros, siempre renunciando a su opinión… Contémplala ahora en
el cielo. Ella es condescendiente con sus hijos, por ello San Bernardo acude a
ella: “Jamás se ha oído decir que ninguno de los que haya acudido a vos,
implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado
de Vos.”
Pídele
esta pequeña virtud pues quieres honrarla a ella imitándola, eliminado de tu
vida todos los impulsos de la soberbia y siendo condescendiente con todos.