COMENTARIO AL
EVANGELIO DEL DÍA
LA ASCENSIÓN DEL
SEÑOR
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
¿Qué
nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús "fue
elevado"? El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo
texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha
atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo
"elevar" tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la
toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en
primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado
de la realeza de Dios sobre el mundo.
Pero
hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la
página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús "fue
elevado" (Hch 1, 9), y luego se añade que "ha sido llevado" (Hch
1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como
una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la
proximidad divina. La presencia de la nube que "lo ocultó a sus ojos"
(Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo
Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con
Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto,
hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor
envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el
simbolismo de "sentarse a la derecha de Dios".
En
el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en
la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El
"cielo", la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas,
sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina
que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el
hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios
es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo
en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por
tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con
Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de
nosotros.
Desde
esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que,
después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén "con gran
gozo" (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había
acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente
del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el
Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la
humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras
palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que
más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en
virtud de su participación en el poder regio de Dios.
Precisamente
a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo,
corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el
compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del
Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los
Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon "con gran gozo". Al
igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los "dos
hombres vestidos de blanco", no debemos quedarnos mirando al cielo, sino
que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el
anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y
consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san
Mateo: "Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo" (Mt 28, 20).
Queridos
hermanos y hermanas, el carácter histórico del misterio de la resurrección y de
la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición
trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la
ausencia de su Señor "desaparecido", sino que, por el contrario, encuentra
la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible,
de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras
palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la
vuelta de un Jesús "ausente", sino que, por el contrario, vive y
actúa para proclamar su "presencia gloriosa" de manera histórica y
existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en
su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose
con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la
condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—, mientras
"prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que
vuelva" (Lumen gentium,8).
Benedicto XVI, 24 de mayo de 2009