domingo, 5 de noviembre de 2023

LOS CAMINOS DE DIOS. Dom Próspero Gueranger

 


 

 

XXIII DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Dom Próspero Gueranger

 

Aunque la elección de este Evangelio para hoy no remonta en todas partes a gran antigüedad, cuadra bien con la economía general de la santa Liturgia y confirma lo que dijimos del carácter de esta parte del año. San Jerónimo nos enseña, en la Homilía del día, que la hemorroísa que curó el Salvador figuró a la gentilidad, y que la nación judía está representada en la hija del príncipe de la sinagoga. Esta no debia volver a la vida hasta el restablecimiento de la primera; y tal es precisamente el misterio que celebramos estos días, en que la totalidad de las naciones reconocen al médico celestial, y la ceguera que padeció Israel cesa también al fln.

 

LOS CAMINOS DE DIOS. — Qué misteriosos y a la vez qué suaves y fuertes se nos presentan los designios de la Sabiduría Eterna, desde esta altura en que nos hallamos, desde este punto en que el mundo, llegado al término de su destino, parece que sólo va a zozobrar un instante para desprenderse de los impíos y desplegarse de nuevo transformado en luz y amor. El pecado, desde un principio, rompió la armonía del mundo arrojando al hombre fuera de su camino. Una sola nación había atraído sobre sí la misericordia, mas, al aparecer sobre ella como sobre una privilegiada la luz, se advirtió mejor la oscuridad de la noche en que el género humano se hallaba. Las naciones, abandonadas a su agotadora miseria, veían que las atenciones divinas eran para Israel, a la vez que sentían sobre sí cada vez más gravoso el olvido. Al cumplirse los tiempos en que el pecado original iba a ser reparado, pareció que también entonces se iba a consumar la reprobación de los gentiles; pues se vió a la salvación, bajada del cielo en la persona del Hombre-Dios, dirigirse exclusivamente hacia los Judíos y las ovejas perdidas de la casa de Israel.

 

LA SALVACIÓN DE LOS GENTILES. — Con todo, la raza generosamente afortunada, cuyos padres y príncipes primeros con tanto ardor habían solicitado la llegada del Mesías, no se encontraba ya a la altura en que la habían colocado los patriarcas y santos profetas. Su religión tan bella, fundada en el deseo y la esperanza, ya no era más que una expectación estéril que la incapacitaba para dar un paso adelante en busca del Salvador; su ley muy incomprendida, después de tenerla inmovilizada, terminaba por asfixiarla con las ataduras de un formalismo sectario. Ahora bien, mientras ella, a pesar de su culpable indolencia, se figuraba en su orgullo celoso conservar la herencia exclusiva de los favores de lo alto, la gentilidad, cuyo mal siempre en aumento la inducía a buscar un libertador, la gentilidad, digo, reconoció en Jesús al Salvador del mundo, y la confianza con que se adelantó la valió ser curada la primera. El desprecio aparente del Señor sólo sirvió para fortalecerla en la humildad, cuyo poder penetra los cielos

 

LA SALVACIÓN DE LOS JUDÍOS. — Israel tenía también que esperar. Como lo cantaba en el Salmo: Etiopía se había adelantado a tender sus manos la primera hacía Dios En los padecimientos de un abandono prolongado, tuvo Israel que volver a encontrar la humildad, gracias a la cual merecieron sus padres las promesas divinas y podía él mismo merecer su cumplimiento. Pero hoy, la palabra de salvación ha resonado por todas las naciones, salvando a cuantos debían serlo. Jesús, retrasado en su camino, llega al fln a la casa a la que se dirigen sus pasos, a esta casa de Judá, donde perdura aún la apatía de la hija de Sión. Su omnipotencia misericordiosa aparta de la pobre abandonada a aquella turba confusa de los falsos doctores y a los profetas de la mentira que la tenían adormecida con los acentos de sus palabras vanas; arroja lejos de ella para siempre a esos insultadores de Cristo que pretendían retenerla muerta. Tomando la mano de la enferma, la devuelve a la vida con todo el esplendor de su primera juventud; así prueba de modo bien claro que su muerte aparente sólo era un sueño, y que la sucesión de los siglos no podía prevalecer contra la palabra dada por Dios a Abraham, su servidor.