XVII DOMINGO DE PENTECOSTÉS
EL PRIMER PRECEPTO DE LA LEY
Fray Justo Pérez de Urbel
Los tres años de la vida pública de Jesús son como un drama en el cual se representa la lucha entre el amor y el odio, la Luz y las tinieblas, el profeta de Nazareth y sus enemigos los fariseos. El Evangelio de San Juan es el que mejor nos refleja las diversas vicisitudes de la acción, la intensidad progresiva de la lucha, la fuerza cada vez más ciega y envenenada del odio, las manifestaciones cada vez más generosas y emocionantes del amor.
El Evangelio de este domingo nos lleva casi al momento del desenlace. Es el ultimo día del ministerio de Jesús, el martes de la gran semana. Como los días anteriores, el Señor ha dejado muy de mañana la casa de sus amigos de Betania y ha entrado en Jerusalén rodeado de sus discípulos. En el Templo, bajo los pórticos, se pasean ya algunos grupos de gente madrugadora. Jesús se acerca a ellos y empieza a exponer su doctrina. Poco a poco el público crece: Llegan levitas, peregrinos de la gran fiesta vecina, curiosos y desocupados. A poca distancia se enzarzan los sanedristas en charlas misteriosas y acaloradas discusiones. De cuando en cuando, algunos de ellos se acercan al Maestro para proponer una pregunta capciosa, pero no tardan en retirarse confundidos y humillados. Los choques se han repetido ya en este día. Los fariseos, derrotados siempre, han renunciado ya a la lucha de las palabras y meditan otros argumentos. En su lugar, son los saduceos los que salen a la palestra. Estos epicúreos del pueblo de Israel se han preocupado hasta ahora muy poco del Nazareno, pero empiezan a temer que sus audacias lleguen a agriar sus relaciones con Roma, y, además, tienen esperanza de triunfar donde los otros han fracasado.
Su humillación fue todavía más ruidosa. Nadie podía resistir ante aquel sembrador maravilloso de palabras de vida eterna. Como todos callan, es el quien se dirige a ellos. Les hace una pregunta, que es una luz para las inteligencias sinceras, para los ojos que no están cerrados: “Si el Mesías es hijo de David, como decís vosotros, ¿por qué David, divinamente inspirado, le llama en el salmo su Señor?"
En el abismo de tinieblas que envolvía a aquellos hombres, Jesús quiere ofrecerles un hilo conductor. ¿Por qué David llama su Señor a su hijo? ¿No será porque su hijo es también Hijo de Dios? Y en este caso, ¿por qué rechazar ciegamente las afirmaciones de este hombre que se llama Hijo de Dios? ¿No convendría examinar su caso seriamente antes de condenarle, antes de asesinarle? Aquello, que hubiera podido parecer -en los labios de Cristo una emboscada, era, en realidad, una nueva manifestación de su bondad infinita. Pero aquellos hombres, ciegos por la pasión, no supieron comprender el generoso avance de la misericordia: callaron, endurecieron su corazón y se retiraron a preparar la venganza. "Entretanto, el pueblo escuchaba con alegría."
Hubo, no obstante, aquel día un escriba menos hostil que sus compañeros. San Mateo dice que venía con la intención de tentar a Cristo; en San Marcos, Cristo hace de él un bello elogio al decir "que no estaba lejos del reino de Dios". Probablemente, sus intenciones no eran muy laudables, pero de súbito había sido subyugado por la bondad de Jesús. He aquí la pregunta que hizo: "Maestro, ¿cuál es el primer mandamiento de la ley?" Era una de las cuestiones que debía proponerse todo espíritu serio en medio de las mil discusiones de la Sinagoga, que habían convertido la moral en un laberinto sin salida, acumulando preceptos sobre preceptos y discutiendo infatigablemente sobre ellos. Unos hacían consistir la perfección en las abluciones; otros, en los sacrificios; unos ensalzaban con exceso las prácticas aconsejadas por la ley escrita, y otros defendían el cumplimiento exacto de las costumbres de los fariseos.
¿Qué pensaba Jesús de todo esto? La respuesta fue precisa y tajante, como siempre, y, a pesar de no encerrar mas que una afirmación de sentido común, inesperada. En un pergamino que ceñía la cabeza del escriba estaban escritas estas palabras que los israelitas piadosos repetían en su oración dos veces al día: "Escucha, ioh Israel!, el Señor, tu Dios, es el solo Dios. Y tú amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas." Jesús señala la filacteria, leyó su contenido y dijo a su interlocutor: "Este es el primero y el mayor de los mandamientos. El segundo es muy semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Aquí está encerrada toda la ley; aquí están resumidos todos los profetas."
Debió ser grande la alegría que una solución como esta produjo en la multitud. Como un relámpago, la palabra de Jesus había roto la densa nube del mosaísmo rabínico. Ya no se necesitaba investigar si los preceptos eran quinientos o setecientos; si había más preceptos negativos que positivos; si valían más estos que aquellos. En rigor, todo se reducía a un deber único, que los más ignorantes podrían aprender y practicar: amar, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Dios. Para el mundo pagano, esta sencilla abreviación de todos los deberes del hombre, que hoy nos parece tan natural y tan razonable, era a la vez una revelación y una revolución. La Divinidad estaba para él demasiado lejos para poder establecer con ella relaciones de amistad. Se hacia forzosa la renuncia al amor del más hermoso, del mejor de los seres; ya era bastante evitar su desagrado, detener la cólera de sus venganzas, y en esto consistía el objeto de todo el aparato religioso. Los mismos israelitas, que repetían sin cesar la formula mosaica del precepto del amor, vivieron siglos y siglos sin comprender su espíritu, sin atreverse a convertirle en llama de su sangre, en hálito de su vida. El soplo que agitaba los tabernáculos de Israel y animaba el cuerpo complicado de su ceremonial y llevaba hasta Dios el humo de sus sacrificios y el perfume de sus oraciones, era un soplo de desconfianza y de temor. Es Cristo quien acorta las distancias, quien lanza un puente sobre el abismo, quien hace posible el contacto entre el cielo y la tierra, la unión del lucero y el polvo, la intimidad entre el hombre y Dios. “Ya no os diré siervos, sino amigos", es la voz que se oye en las alturas. "Padre nuestro, que estas en los Cielos", es el grito que resuena en este mundo.
Un nuevo amor, que es la cumbre del amor, ha florecido en la humanidad; pero los otros amores no tienen por que estar celosos. Porque existe un segundo mandamiento: "Amaras a tu prójimo como a ti mismo"; un segundo mandamiento que se confunde con el primero; pues, como decía San Juan, el mejor intérprete del amor de Cristo, “si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso.” El amor de Dios no excluye más que los amores que envilecen, que manchan, que torturan. La esposa más fiel, el mejor amigo, el hijo más respetuoso, el patriota más leal, será siempre el más fervoroso adorador del Padre de las luces. Estamos en unos tiempos en que las gentes se desgastan hablando en tono enfático de la filantropía, poniendo por las nubes el altruismo, cantando himnos entusiastas a la fraternidad. Y en nombre de esa fraternidad se encienden odios y discordias, en virtud de ese altruismo se llega al egoísmo más desenfrenado, y pregonando esa filantropía se dictan leyes contrarias a todo sentimiento de humanidad, como pregonando la libertad se encadenan las manos mas bienhechoras y se oprime a los corazones más generosos. Pero donde son impotentes y contraproducentes estos pobres fantasmas humanos, triunfa ese sentimiento divino del amor, que Cristo enseñó a los hombres; amor de caridad, amor de una cosa que es cara, de mucho precio, de altísimo valor; amor que presupone una profunda estima; que antes de conmover el corazón ha iluminado la inteligencia, porque, como decía el Angélico, toda caridad es amor, pero no todo amor es caridad. Con este amor, toda la ley sobra, y todos los tesoros y todos los libros. "De todas las escrituras que has leído, decía -Cristo a Santa Catalina de Genova-, quédate con esta sola palabra: Amor!'
