domingo, 26 de octubre de 2025

EL INTENDENTE DE HERODES: Fray Justo Pérez de Urbel

 


XX DOMINGO DE PENTECOSTES

El intendente de Herodes

Fray Justo Pérez de Urbel

 

 

Es una de esas horas trágicas por que atraviesan todos los hogares: un niño que se muere consumido por la fiebre, un padre sentado silenciosamente a su cabecera, una madre que esconde la cabeza entre las manos y solloza sin cesar, servidores que entran y salen con frascos y bandejas, amigos que llegan pronunciando palabras de consuelo y esperanza, y el grupo de los doctores, que después de una larga discusión se acercan con actitud seria y compasiva y pronuncian el terrible veredicto: "El  caso es desesperado."

Estas palabras han producido una tempestad de llanto en aquella casa, sobre la cual agita la muerte sus alas negras. Lloran los familiares y los esclavos; la madre se arroja sobre su hijo, presa de la desesperación, y las lágrimas humedecen también el rostro del padre. El enfermo ya no puede hablar; y un silencio angustioso reina en torno suyo.

Mas he aquí un rayo de esperanza.

-¿Por qué no llamar al Profeta ?-dice alguien.

- Es verdad -añade otro-; prodigios mayores ha obrado en nuestra ciudad.

El padre levanta la cabeza, mira con interés y empieza a confiar. Tal vez hasta entonces había oído pronunciar su nombre con indiferencia. Aquel predicador ambulante que enseñaba una doctrina de bondad y misericordia, que hablaba en el campo y en las plazuelas, que caminaba con los pies descalzos, siempre rodeado de pescadores, de campesinos, de hombres sencillos y de gente desarrapada, no merecía ser tomado en serio por los potentados del dinero y los prohombres de la política. Y él era un régulo, un personaje influyente, un alto dignatario de la corte de Herodes; era Cusa, el intendente del tetrarca y uno de los palaciegos de Tiberíades. Pero ahora su hijo se moría en Cafarnaúm; todas sus riquezas habían sido inútiles, inútiles todos los remedios, e impotente la ciencia de todos los médicos griegos y judíos; y en medio de su dolor, en el agobio de aquella tristeza, en la atmósfera del dolor se respira con frecuencia a pleno pulmón el oxígeno de la gracia, presiente por vez primera que el nombre del Nazareno es un nombre de salud. Pero, ¿dónde está ahora ese divino curador de cuerpos y de almas? ¿Qué caminos recorre? ¿Dónde siembra su doctrina prodigiosa?

Los servidores indagan en la playa y en el mercado. "Está en Galilea", le dicen. Subió a Jerusalén para asistir a la Pascua, la primera Pascua de su vida pública; atravesó después la Samaria para dirigirse a su ciudad natal; en Nazareth han querido despeñarle sus convecinos, y últimamente se le ha visto en Caná.

-Señor, iremos a Caná -dijeron al régulo los esclavos-; daremos cuenta de tu desgracia al Profeta, y le traeremos hasta aquí.

-No, iré yo mismo -replicó el cortesano. - Y a la mañana siguiente cabalgaba con velocidad por la llanura de Magdala y de Seforís. Algo después de mediodía daba ya vista a Caná. Había recorrido cuarenta kilómetros. Fatigado, jadeante, llevando aun el polvo del camino, fue preguntando por Jesús de Nazareth, y su alma se iluminó cuando le dijeron que, efectivamente, Jesús estaba allí, en aquel pueblo, donde unas semanas antes

había hecho su primer milagro. Presentose allí, cayó postrado a sus plantas y le dijo estas breves palabras:

-Señor, ven a curar a mi hijo.

Esto bastará, pensaba el cortesano. ¡Dicen tantas cosas de su bondad, de su compasión, de su amor por los desgraciados!... Más tarde, otro poderoso de la tierra, oficial del ejército romano, llegará hasta Él con una solicitud semejante; Jesús se ofrecerá a ir hasta su casa, pero el oficial le detendrá con estas sublimes palabras: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi morada." Ahora la actitud del Señor en el primer momento parece ser de franca repulsa. “Si no veis signos y prodigios -dice al padre atribulado-, no creéis." Pero en el primer caso la fe era tan ferviente, tan firme, que el mismo Cristo quedó maravillado, y pudo decir a los que le rodeaban: "En verdad os digo que no he encontrado una fe como esta en Israel." Este régulo, en cambio, duda, vacila, tiembla aun por la suerte de su hijo. Es la suya una fe naciente. Parécele que Jesús podrá devolverle su hijo, pero con dos condiciones: que se acerque a la cabecera de su lecho, y que a su llegada este aún con vida el enfermo. Una resurrección o una curación a distancia, le parecen cosas imposibles. No obstante, el intendente de Herodes insiste, pero su misma solicitud es una nueva revelación de su desconfianza. "Baja, Señor -dice al Maestro-, antes de que mi hijo se muera." Que es como decir: "Si no vienes, nada puedes hacer; si vienes demasiado tarde, lo mismo." El que así pedía, ignoraba que ni el tiempo ni la distancia pueden poner límites al poder de Dios; que para Dios el mismo esfuerzo requiere una curación que una resurrección. Cristo, sin embargo, se compadeció de él: era un padre que pedía para su hijo; era un hombre que, aunque costumbrado a mandar, no dudaba en emprender un largo viaje, en humillar su dignidad delante del pueblo y en recibir sin molestarse una respuesta, al parecer, desabrida. Aunque imperfecta, su fe estaba llena de respeto, de humildad y de perseverancia. "Ve -le dijo el Señor-, que tu hijo vive." Y en el mismo instante el enfermo recobró la salud completa, y el que dudaba alcanzó la plenitud de la fe.

El milagro convirtió al cortesano y a toda su casa. En aquel reproche no nos prohibía el Señor considerar el milagro como un apoyo de nuestra fe. Hay quien ha dicho que estamos obligados a creer sin reflexión, sin examen, ciegamente y sin considerar el valor de la doctrina que se nos propone como revelada. Se ha dicho que la verdad se entrega por sí misma al hombre, y que el hombre no tiene que hacer más que recibirla, sin exigir que le presente sus títulos. Si así fuese, quedarían legitimados todos los sarcasmos, todas las objeciones de la impiedad. Pero la Iglesia católica nos pide una fe razonable, porque puede presentar las pruebas definitivas de su origen celeste. Y entre esas pruebas, una de las más evidentes es el milagro, que puede considerarse como la rúbrica puesta por Dios al mensaje de la revelación. Prueba popular y accesible a todo el mundo, pues Dios, que es padre, ha querido alimentar el espíritu de todos sus hijos. Cuando Cristo realizaba sus obras prodigiosas para dar testimonio del carácter divino de su misión, la multitud le miraba coma un profeta y aceptaba su doctrina como si saliese de la misma boca de Dios.