SENTIMIENTOS DEL CORAZÓN DE SAN JOSÉ EN LA PROFECÍA DE SIMEÓN. (26)
Preparando nuestra Consagración a San José con san Enrique de Ossó.
Poniéndonos en presencia de Dios, pidiendo el auxilio de la Virgen María y del Ángel Custodio, recita esta oración al Glorioso San José:
Oración a san José
Santísimo patriarca san José, padre adoptivo de Jesús, virginal esposo de María, patrón de la Iglesia universal, jefe de la Sagrada Familia, provisor de la gran familia cristiana, tesorero y dispensador de las gracias del Rey de la gloria, el más amado y amante de Dios y de los hombres; a vos elijo desde hoy por mi verdadero padre y señor, en todo peligro y necesidad, a imitación de vuestra querida hija y apasionada devota santa Teresa de Jesús. Descubrid a mi alma todos los encantos y perfecciones de vuestro paternal corazón: mostradme todas sus amarguras para compadeceros, su santidad para imitaros, su amor para corresponderos agradecido. Enseñadme oración, vos que sois maestro de tan soberana virtud, y alcanzadme de Jesús y María, que no saben negaros cosa alguna, la gracia de vivir y morir santamente como vos, y la que os pido en este mes, a mayor gloria de Dios y bien de mi alma. Amén.
MEDITACIÓN. San Enrique de Ossó
SENTIMIENTOS DEL CORAZÓN DE SAN JOSÉ EN LA PROFECÍA DE SIMEÓN.
Composición de lugar. Contempla a san José, con la Virgen y el niño en el templo, llenos de dolor por la profecía de Simeón, y de gozo por el fruto de su Pasión.
Petición. ¡Oh buen Jesús, no sea en vano derramada tu sangre por mi!
Punto primero. Vivía en Jerusalén un hombre justo y timorato llamado Simeón, que suspiraba y aguardaba al Mesías, y a quien el Espíritu Santo, que en él moraba, había prometido alargar los días hasta ver al Redentor del mundo. Entró en el templo por inspiración del cielo en el momento en que Jesús era presentado por sus padres; tomole en sus brazos, después de bendecir a Dios por haberle dejado ver al Salvador presentado a la faz de todo los pueblos, luz de las naciones y gloria de Israel, y añadió, dirigiéndose a María: “Ese Niño destinado está a ser el tropiezo de muchos, expuesto por blanco de contradicción y para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones, no sin que traspase tu alma una espada de dolor”. El espíritu de san José entrevió de un golpe, en aquel momento en que resonaban todavía tan magníficos vaticinios, las alternativas de gloria e ignominia, de exaltación y abatimiento por donde Jesús había de pasar… Vio los tormentos y fatigas de Jesús… quizás el deicidio… Vio la ingratitud y reprobación de su pueblo, la multitud de malos cristianos que abusarían de las gracias de su Redentor… Vio gran número de réprobos que, volviendo las espaldas a su Jesús, seguirían a Lucifer condenándose eternamente… ¡Oh Santo mío, dulcísimo san José! ¿Qué sentiría vuestro paternal corazón a vista de la crueldad e ingratitud de los hombres para con vuestro Jesús?... ¡Oh dureza de corazones humanos!, exclamaría san José; ¿por qué no queréis vivir para siempre amando a vuestro salvador Jesús? ¿Por qué convertís con vuestra malicia la medicina en veneno? ¡Oh mi Jesús!, sé para todos Jesús, y no ruina y perdición.
Punto segundo. San José, que participó con su esposa María de la espada de dolor, al ofrecer el Niño Jesús como holocausto que volviera a Dios propicio a los hombres, debía participar del dulce consuelo de conocer los triunfos de su hijito Jesús en la resurrección de muchas almas a la vida de la gracia… Fuele dado a san José el comprender en aquella ocasión los numerosos amadores que tendría Jesús; los combates y victorias que por su amor reportarían del mundo, demonio y de sí mismos; vio miles de fieles adoradores de Jesús que sacrificarían, por no abandonarle, su honra, sus comodidades y regalo, y hasta su vida, derramando la sangre generosamente en medio de los más inauditos tormentos. Vio poblarse los desiertos de imitadores de Jesús, y los cielos de santos y bienaventurados por los méritos y gracia de Jesús. Contemplaba, lleno de celestial gozo su corazón, la solicitud con que miles de corazones generosos, en todos tiempos, estados, lugares y condiciones, cifrarían su mayor gloria en ser de Jesús, en militar bajo las banderas de Jesús, en servir a Jesús, en adorar a Jesús, en amarle por los que no le aman, desagraviarle por todos los que le desprecian... ¡Oh glorioso padre mío, san José! ¡Con cuánta verdad se cumple en vos el oráculo del Señor, que dice que dará las lágrimas con medida! Si os entristece, os envía luego el consuelo que anima y vivifica… ¡Oh Dios mío! Dame como a tu siervo san José la gracia de servirte siempre en medio de las tribulaciones de la vida, para no ser confundido en el último día.
Punto tercero. Considera, devoto del Santo, si este divino y amabilísimo Niño Jesús es para ti objeto de ruina o de salud. Mira, si deseas conocerlo, cómo le imitas en la humildad, en la mortificación, en el amor de Dios y del prójimo. Examina tu corazón con sinceridad, y descubrirás la semejanza o desemejanza con el suyo… La adversidad sobre todo es la piedra de toque, la prueba de contradicción que pone en descubierto la virtud sólida, o la oculta miseria de tu corazón. ¿Cómo, pues, te portas en la tribulación? ¿Cómo aceptas los castigos y contradicciones que Dios, cual padre bondadoso, te envía para probarte y acrisolar tu virtud y aumentar tus méritos? ¿Crecen con ellos en tu ánimo, como en el de san José, la sumisión y la paz, la resignación y la paciencia? ¿O quizás concedes los primeros momentos a la desesperación, y los demás a una postración sombría?... ¡Oh qué pequeños son nuestros sacrificios en comparación de los del glorioso patriarca! ¡Qué forzada nuestra conformidad! ¡Cuán imperfecta nuestra paciencia!... ¡Oh santo mío! ¡Cuán lejos estoy de imitarte en los trabajos de la vida! ¡Con mi impaciencia agravo el mal, la expiación en mis manos se convierte en origen de nuevas faltas, y en frutos de perdición los medios de conseguir un premio eterno!... ¡Oh Dios de mi corazón! Todas las criaturas cumplen vuestras amorosas disposiciones sin murmurar ni resistir a ellas, y yo sólo ¿no os daré gusto?... No, Dios mío; de hoy mas, aunque repugne a mi sensualidad el cáliz de amargura, lo aceptaré resignado por venir de vuestras manos, repitiendo en la abundancia y en la escasez, en la salud y en la enfermedad, en la exaltación y en el abatimiento, en la compañía y en la soledad: Padre mío, cúmplase en mi siempre vuestra voluntad santísima; bendito seáis por los siglos. Amén.
Obsequio. Rogaré por la conversión de los pecadores, y haré a este fin, los Siete Domingos.
Jaculatoria. Jesús mío, misericordia y perdón por los pobrecitos pecadores.
Oración final para todos los días
Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María, dulce protector mío san José, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio, haya quedado sin consuelo. Animado con esta confianza, vengo a vuestra presencia y me recomiendo fervorosamente a vuestra bondad. ¡Ah!, no desatendáis mis súplicas, oh padre adoptivo del Redentor, antes bien acogedlas propicio y dignaos socorrerme con piedad.