Jueves
Santo 2020
“Habiendo amado a los suyos, los amó
hasta el extremo.” Con estas palabras el evangelista encuadra los misterios que
en estos días celebramos: Desde la última cena, el lavatorio de pies, la
oración sacerdotal de Jesucristo y el resto de los acontecimientos de la
pasión, muerte y sepultura del Señor. Este es el marco que encuadra los
misterios de nuestra redención: el amor de Jesucristo por nosotros.
“Habiendo amado a los suyos, los amó
hasta el extremo.” Palabras que han de grabarse en nuestras mentes y sobre todo
en nuestros corazones: me amó, me amó hasta el extremo… como el apóstol san
Pablo, todos y cada uno de nosotros podemos decir: “El Hijo de Dios me amó y se
entregó a sí mismo por mí.”
Cada uno de nosotros podemos decir:
Porque me amó, me creó… pues Dios creó todas las cosas por amor. No
porque tuviera necesidad, no porque tuviera que hacerlo, sino solo por amor.
Me amó, y me dio la vida, formó mi cuerpo,
le infundió un alma inmortal llena de inteligencia, de memoria y libertad…
Me amó y me creo para amarle, para
conocerle y para servirle… y porque me ama me llama a compartir, a vivir su
misma vida divina y eterna.
Me amó y me hizo a su imagen y semejanza:
capaz de conocer, de elegir, de amar. Conocerle a él, al mundo que me ha
regalado, capaz de conocer a mi prójimo. Me hizo capaz escoger en libertad el
bien. Me dio un corazón semejante al suyo, capaz de amar, de darse, de
entregarse.
Me amó y me llenó de virtudes, de
dones, de cualidades… puso en mis pensamientos hermosos, grandes afectos,
buenos sentimientos.
Me amó, y me dio cuanto soy y cuanto
tengo.
Me amó y me regaló esta vida con todo
lo bueno y hermoso de la creación.
Me amó y me dio unos padres, mis
hermanos, mi familia, mis amigos.
Y a pesar del pecado de nuestros
primeros padres, a pesar de haber rechazado su plan divino para conmigo, me
siguió amando, amando hasta límites insospechados, hasta el extremo. Su amor se expresó de una forma impensable
para cualquier mente humana.
Porque me amó, se hizo hombre por mí.
Sí, Dios se hizo hombre por mí. Tomó mi
carne y asumió la debilidad de mi naturaleza, la fragilidad de mi cuerpo. Tuvo
un rostro, tuvo un nombre: Jesús de Nazaret.
Porque me amó quiso vivir mi misma
vida, para que yo no despreciase lo que él me había dado. Por mi amor, quiso
vivir mi vida, quiso ser hombre, para enseñarme a mí a ser hombre según el plan
de Dios. Como yo, él fue niño y lloró. Como yo, pasó trabajos, pruebas,
dificultades… experimentó el cansancio, la fatiga, el sueño… como yo, pasó
miedo, experimentó la pequeñez de la condición humana.
Por mi amor, porque me amó, predicó el
Evangelio, me anunció la verdad, me señaló el error, me corrigió del pecado.
Por mi amor, porque quería sanarme,
restaurarme, llenarme de sus gracias sobrenaturales, realizó milagros para dar
a mis ojos la luz, para permitir a mis pies andar por el camino de sus
mandamientos, abrió mis oídos para escuchar sus silbos amorosos: el que es el buen
pastor que salió en búsqueda de esta oveja perdida. Porque me amó, calmó tempestades y oleajes,
multiplicó panes y peces, convirtió agua
en vino, multiplicó la pesca, para que nada ni a nadie temiese abandonado a su
cuidado y aprendiese a confiar en su
providencia.
Y ¿qué más podía hacer? Piensa, detente
un momento. ¿Quién ha hecho algo semejante por ti? ¿Quién te ha amado –quién te
ama, quién te puede amar de esta manera?
Pues fíjate bien, lo que dice el
Evangelio:
“Y sabiendo Jesús que había llegado la
hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en
el mundo, los amó hasta el extremo.”
Llegaba la hora en que había de volver
al Padre, había de regresar a la morada que dejó cuando se hizo hombre por mi
amor. Era la hora de ser glorificado a la diestra del Padre. Y aun pareciéndole
poco e insuficiente lo que había hecho por mí. ¿Qué hizo? ¿Qué realizó?
Lo que en este jueves santo celebramos.
Porque me amó; Jesucristo, Sacerdote
eterno, celebró su primera misa. ¡Sí, su primera misa! No la pascua judía –pues
con él, el viejo rito dejó pasó al nuevo- y aquí el Cordero Inmolado de la
Nueva Pascua es él mismo! ¡Sí, celebró su primera misa, y no una cena ni un
simple banquete a la costumbre judía, sino sacramento de su cuerpo y de su
sangre que dan vida eterna…! –no nos equivoquemos como aquello corintios a los
que san Pablo reprende: no venimos a la iglesia a comer y beber, no venimos a
hacer nuestras reuniones, ni nuestras asambleas! ¡Venimos a la misa de Jesús!
¡Venimos al sacrificio de la cruz, al sacrificio del Calvario! ¡Jesús celebró
su primera misa, y la última cena no era simplemente una despedida de sus
amigos sino el inicio de su presencia porque quiso quedarse con nosotros,
conmigo, hasta el final de los tiempos!
Jesús celebró su primera misa: adelantó
de forma sacramental bajos las apariencias del pan y del vino, su entrega hasta
el extremo, que fue su sacrificio en la cruz que se realizaría horas más tarde,
en el monte calvario. En la última cena se realizó por primera vez el milagro
de la transustanciación: en el pan y el vino, por las palabras de la
consagración -“esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” y “este es el cáliz de mi sangre, sangre de la
nueva alianza, que se derrama por vosotros y por muchos para el perdón de los
pecados”- se convierten por la acción
del Espíritu Santo en el cuerpo y la sangre del Señor. Mysterium fidei, verdad
de fe: Jesucristo Hijo de Dios, nacido de María Virgen, muerto en la cruz,
glorioso en el cielo, esta verdadera, real y sustancialmente bajo las
apariencias de los que mis sentidos ven como pan y vino.
Misterio de fe es el sacramento del
Cuerpo y de la Sangre del Señor, confiado a sus apóstoles. Hoy junto con su
primera misa, Jesús ordena sacerdotes a sus apóstoles. El que es el Único Sacerdote Eterno quiso escoger a hombres
para hacerlos sacerdotes de la nueva alianza. Sacerdotes que en medio de su
iglesia fuesen prolongación de su presencia redentora: santificando, enseñando
y conduciendo a las almas hacia la eternidad. Gracias, Señor, por tus
sacerdotes. Santifícalos –hazlos santos- para que también nosotros lleguemos a
la santidad, a la bienaventuranza.
Me amó hasta el extremo. No solo me
creo, no solo se hizo hombre, no solo quiso morir por mí, que quiso venir,
quedarse oculto bajo las especies sacramentales en el Sacramento de la
Eucaristía… para estar en medio de nosotros, para habitar en nuestros sagrarios,
para que podamos acudir a él y rendirle nuestra adoración.
Quiso abajarse tanto, hacerse pan y
vino, para ser nuestro alimento, nuestra comida y bebida que nos da vida
eterna: pues quien come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna.
Y porque quiso que no nos olvidásemos
que su vida es nuestra vida, que quienes comulgamos hemos de vivir como vivió
el, hemos de tener en nosotros su misma vida, hemos de dejarle vivir en
nosotros: nos dio ejemplo, lavando los pies a sus discípulos, para que nosotros
nos amemos unos a nosotros como él nos ha amado; y él nos amó entregándose
hasta el extremo. En el testimonio de la caridad, el mundo conocerá que somos
sus discípulos.
Queridos hermanos: en esta hora de
prueba en la que esta pandemia sacude a toda la tierra, demos testimonio de
nuestra fe en la presencia de Jesucristo en la Eucaristía y de la caridad que
brota de ella: Dios está aquí, en medio de nosotros, y está porque nos ama. No
tengamos miedo, él está en medio de nosotros. Él, pase lo que pase, venga lo
que venga, nos cuida y nos llama hacia sí, porque nos ofrece y quiere darnos lo
que nadie puede ofrecernos y darnos: la vida verdadera, la vida eterna. Lo más
grande que podemos dar al mundo es el testimonio de nuestra fe y de nuestra
caridad. “El mundo podría existir si en sol, pero no sin la santa misa, -decía
padre Pío- porque por medio del sacrificio de Cristo renovado en nuestros
altares nos viene el perdón y todos los bienes del cielo: la vida eterna. No lo
olvidemos.