PARA EL DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA
Sobre la necesidad que tienen las personas consagradas a Dios de ser ejercitadas en la obediencia.
A muchos que viven en comunidad podría preguntárseles, con más extrañeza y mayor motivo que a quienes permanecían de pie en la plaza pública: ¿Por que estáis aquí ociosos todo el día? (1); puesto que, no obstante haberse consagrado a Dios y haber hecho profesión de trabajar en la perfección de su estado, permanecen, con todo, en él sin realizar progreso alguno en las virtudes y, particularmente, en la obediencia.
Aun cuando se han comprometido a ello de modo especial, no se los ve ejercitarse en su práctica; antes, con frecuencia, es necesario que los superiores se amolden a sus deseos e inclinaciones.
De ahí que, o no practiquen la obediencia, o que ésta resulte condicionada, caprichosa o puramente humana; puede decirse con verdad de ellos que no ponen nunca en ejecución acto alguno de verdadera obediencia.
¡Ah!, cuán dignos son de lástima; pues nunca pasarán de principiantes por no ser ejercitados en la práctica de la virtud.
Tal desorden mana, al parecer, de dos fuentes: la primera, de quienes se han comprometido a obedecer, pero no se ofrecen espontáneamente para que se los ejercite en la práctica de esta virtud. Dan como pretexto que ellos se contentan con seguir las prácticas de la comunidad y cumplir exteriormente, y a veces con mucha flojedad, sus obligacioncillas corrientes.
Cuando a éstos se les ordena alguna cosa inesperada, no acaban de resolverse a cumplirla, alegando como razón que les resulta muy gravosa, porque sus fuerzas no son para tanta carga: juzgan cuanto se les ordena por encima de su capacidad o virtud, y todo proviene de que no se inclinan ni ofrecen a ser ejercitados en la obediencia.
En otros se da tamaño desconcierto porque quieren vender harto cara su obediencia: no están dispuestos a obedecer, sino con arreglo a ciertas condiciones que juzgan oportuno imponer al superior, o sólo cuando se hallan de buen talante.
¡Ah! ¡Cuán desgraciado es quien, teniendo la obligación de obedecer, no se abraza gustoso con la obediencia! ¡Y cuán difícil resulta su práctica en tales condiciones!
La segunda fuente de donde nace dicho desorden son los superiores mismos, quienes, a veces, dejan a sus súbditos en cierta como ociosidad, al no ejercitarlos en la práctica de la obediencia.
¡Nadie nos invita a trabajar!, dicen estos operarios ociosos; los cuales no alcanzan nunca tal virtud, porque la obediencia sólo se facilita con la repetición de prácticas adecuadas, lo mismo que ocurre con las demás virtudes; y, de modo muy particular con ésta, pues el ejercicio conveniente de la obediencia exige el vencerse a sí mismo, el renunciar al espíritu propio y a las inclinaciones naturales.
Cuando se intima una orden a esta clase de súbditos, los hay que sólo la cumplen en parte, o sólo exteriormente; otros replican o alegan razones para eximirse; algunos rehúsan en absoluto obedecer.
¡Ah! ¡Qué dignos son de lástima los que cuentan con superiores que no les ofrecen ninguna ocasión, o muy pocas, de practicar la obediencia, en la que tanto importa sean ejercitados quienes de ella han hecho profesión!