MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO
San Juan Bautista de la Salle
Que
quienes enseñan a otros no son más que la voz que prepara los corazones y que a
solo Dios corresponde el disponerlos para recibirle.
Como
los judíos enviasen a san Juan, desde Jerusalén, sacerdotes y levitas para
preguntarle quién era y si era él el Cristo, Elías o el Profeta; después de
decirles que no era ni el uno ni los otros, el Bautista agregó: Yo soy la voz
del que clama en el desierto: enderezad los caminos del Señor (1).
San
Juan, en su deseo de atribuir a Jesucristo toda la gloria en la conversión de
las almas, por la que él mismo trabajaba sin tregua ni descanso, dice de sí que
sólo era una voz que clamaba en el desierto; con lo cual quiere dar a entender
que la sustancia de la doctrina por él enseñada no era suya; que lo predicado
por él era realmente la palabra de Dios, y que él por su cuenta no era otra
cosa sino la voz que la proclamaba.
Como
la voz no pasa de ser un sonido que hiere los oídos para que pueda percibirse
la palabra; así se limitaba san Juan a disponer a sus oyentes para que
recibieran a Jesucristo.
Lo
propio sucede con quienes enseñan a otros: no son más que la voz del que
prepara los corazones a recibir a Jesucristo y su santa doctrina; pero, según
dice san Pablo, quien los dispone a ellos para anunciarla no puede ser otro que
Dios, el cual les otorga el don de hablar (2).
Así,
pues, como enseña el mismo Apóstol, aún cuando hablaréis todas las lenguas de
los hombres y de los ángeles, si no tuviereis caridad o, más bien, si no es
Dios quien os mueve a hablar y quien se sirve de vuestra voz para hablar de Él
y de sus sagrados misterios; no sois, como asegura también el mismo san Pablo,
más que metal que suena o címbalo que retiñe (3); porque nada de cuanto digáis
causará ningún buen efecto ni será a propósito para producir fruto alguno.
Humillémonos,
pues, considerando que siendo sólo voz; no podemos decir nada por nosotros
mismos que sea suficiente para obrar bien alguno en las almas, ni originar en
ellas impresión que sea saludable: la voz no es de suyo más que sonido, del que
no queda rastro luego de haber resonado en los aires; y nosotros no somos más
que voz.
De
Dios, cuya voz son, únicamente, los que enseñan, ha de proceder la palabra que
Lo dé a conocer a quienes ellos instruyen. Luego, cuando hablan de Dios y de lo
que a Él se refiere, es Dios mismo quien habla en ellos. Esa es la razón de que
afirme san Pedro: Si alguno habla, hágalo de modo que siempre parezca ser Dios
quien habla por su boca; el que tiene algún ministerio, ejercítelo como una
virtud que Dios le comunica, a fin de que en todo sea Dios glorificado por
Jesucristo (4).
Y
el mismo san Pedro, después de haber dicho en otro lugar, refiriéndose a la
verdad que predicaba: No cesaré de amonestaros estas cosas, aunque la verdad en
sí misma os es conocida y estáis en posesión de ella (5); añade: Tenemos en
nuestro favor la palabra de los profetas, la cual está bien probada, y hacéis
bien en adheriros a ella, porque es como una lámpara que brilla en lugar
oscuro, hasta que amanezca el día y se levante la estrella de la mañana sobre
nuestros corazones; porque no se hizo la profecía por la voluntad de los
hombres en los tiempos pasados; puesto que ya sabemos que los hombres de Dios
han hablado por inspiración del Espíritu Santo (6).
Ahora
también, cuantos anuncian su reino, hablan movidos del Espíritu de Dios. Pero,
si Dios se sirve de los hombres para hablar a los que son adoctrinados por
ellos en las verdades cristianas, y para disponer sus corazones a rendirse a
ellas; sólo a Dios, dice el Sabio, pertenece el guiar sus pasos (7), y dar a
sus corazones la docilidad que necesitan para gustar las verdades santas que
Dios les descubre.
Luego,
no os contentéis con leer ni aprender de los hombres lo que debéis enseñar;
sino pedid a Dios lo imprima en vosotros de tal manera, que nunca se os ocurra
teneros ni estimaros sino como ministros de Dios y dispensadores de sus misterios,
según afirma san Pablo (8).
En
el cántico que entonó al nacer su hijo, san Zacarías, padre de san Juan
Bautista, dice que la razón de que éste debiera ir delante de Jesucristo para
prepararle los caminos, era dar a su pueblo la ciencia de la salud (9).
Pero
esta ciencia no bastaba; era menester que Dios mismo, por Jesucristo Nuestro
Señor, nos revelase el camino que debíamos seguir, y nos inspirase el deseo de
ir en pos de su Hijo, aun cuando en esta vida gimamos a causa de la pesantez de
nuestro cuerpo, porque anhelamos vernos libres de su esclavitud (10). Para eso
precisamente nos creó Dios y nos ha dado en prenda el Espíritu Santo (11).
Luego,
sólo a Dios pertenece enderezar hacia el cielo nuestros caminos, de modo que
podamos llegar a él con seguridad. Y, por eso, se constituyó a Jesucristo, en
cuanto Hijo de Dios, autor de nuestra eterna salvación.
Si,
según el Profeta, la salvación viene de Dios (12); así también de El procede la
perfección; pues, conforme escribe Santiago: Toda gracia excelente y todo don
perfecto viene de arriba, y desciende del Padre de las luces (13).
Suplicad,
pues, a Dios que os encamine a la gloria del cielo por la senda que Él mismo os
trazó; y que os determine a abrazar la perfección de vuestro estado, ya que fue
Dios mismo quien a él os condujo y quien, por consiguiente, ha querido y sigue
queriendo que en él halléis el camino y los medios para santificaros.