Toda nuestra santidad se reduce a participar, por medio de la gracia, de la filiación divina de Jesucristo, a ser, por la adopción sobrenatural, lo que Cristo es por naturaleza. Cuanto mayor sea esa participación, tanto más elevada será nuestra santidad.- ¿Qué es lo que nos hace coherederos de Cristo e hijos de Dios? Nos lo dice San Juan: «Es la fe, mediante la cual recibimos a Cristo, origen de toda gracia». «A todos los que le recibieron les dio facultad para convertirse en hijos de Dios; a todos los que creen en su nombre» (Jn 1,12). Por tanto, cuanto más arraigada y profunda sea la fe con que a Cristo recibimos, mayor donación nos hará de lo que en El hay de más sublime: su cualidad de Hijo de Dios; tanto mayor será el grado de nuestra participación en su filiación divina.
Pues bien; no hay acto en que nuestra fe pueda ejercitarse con mayor intensidad que el de la Comunión, no hay homenaje de fe más sublime que el de creer en Jesucristo, oculto en cuanto Dios y en cuanto Hombre tras los velos de la sagrada hostia.- Cuando los judíos veían a Cristo realizar los más estupendos milagros, como la multiplicación de los panes en el desierto, se sentían inclinados por la realidad extraordinaria de esos hechos, a reconocer la divinidad de Jesús, era ése un acto de fe, es cierto pero no difícil de hacer.- En cambio, cuando el Señor decía a los judíos: «Yo soy el pan de vida, que ha bajado del cielo», era ya cosa más ardua el asentir a sus palabras, tanto, que muchos de sus oyentes no fueron capaces de este acto, y abandonaron a Cristo para siempre.- Mas cuando Cristo, mostrándonos un poco de pan, y un poco de vino, nos afirma: «Este es mi cuerpo», «ésta es mi sangre», y nuestra inteligencia, descartando lo que ante los sentidos aparece, presta asentimiento a estas palabras, y nuestra voluntad nos lleva a la sagrada mesa con respeto y amor, para mostrar con obras ese asentimiento nuestro, hacemos el acto de fe más excelso y más absoluto que un hombre puede rendir.
Recibir a Cristo sacramentado es, pues, hacer el acto de fe más elevado, y por tanto, participar en sumo grado de su filiación divina. Y he ahí por qué toda comunión bien hecha es para el cristiano tan vital y tan fecunda; no ya sólo porque en ella recibimos al mismo Cristo, sino también porque de ningún, modo puede manifestarse nuestra fe más viva y más intensa; porque el acto de fe que ejecutamos no es sólo de la inteligencia, sino que todo nuestro ser concurre a él cuando nos acercamos al altar.
Así, pues, la comunión eucarística es el acto más perfecto de nuestra adopción divina.- No hay instante en que con mayor razón podamos decir a nuestro Padre celestial: «Oh Padre celestial, yo vivo en tu Hijo Jesús, y tu Hijo vive en mí. Tu Hijo, que procede de Ti, recibe con toda plenitud comunicación de tu vida divina; yo he recibido con fe a tu Hijo, la fe me dice que en este momento yo estoy con El; y, puesto que participo de su vida, mírame, Señor, en El, por El y con El, como a hijo de tus complacencias». ¡Qué gracias, qué luz, qué fuerza infunde a los hijos de Dios semejante plegaria! ¡Qué sobreabundancia de vida divina, qué unión tan estrecha, qué adopción tan profunda no nos comunica este acto de fe! Llegamos al último grado, a la cumbre más alta de la adopción divina, que nos es dado alcanzar en este mundo.
Jesucristo, vida del alma