lunes, 27 de octubre de 2025

28 DE OCTUBRE. SANTOS SIMÓN Y JUDAS, APÓSTOLES (SIGLO I)

 


 

28 DE OCTUBRE

SANTOS SIMÓN Y JUDAS

APÓSTOLES (SIGLO I)

A biografía de un santo —se ha escrito— y sobre todo la de un apóstol, debería apoyarse en hechos ciertos, en documentos incontestables. Las conjeturas y las probabilidades y bajo cualquier forma que se presenten y por muy ingeniosas que parezcan, no bastan para satisfacer el espíritu religioso del lector que busca ante todo la verdad. Limitándonos ahora los Apóstoles directos de Jesucristo, hemos de reconocer con pena que, si exceptuamos a San Pedro, San Pablo, San Juan y acaso a los dos Santiagos, de los demás sólo existen noticias esporádicas, incompletas, de escaso valor histórico. Y de Santos Simón y Judas, menos que de ninguno. La pérdida es tanto más sensible, cuanto que se trata —no cabe dudarlo— de dos grandes figuras apostólicas, elegidos personalmente por el Hijo de Dios y ungidos de tierna gracia evangélica, robustecidos por la virtud divina, el día de Pentecostés. También ellos —como Pedro, como Juan, como Santiago— emprenden, caldeados de celo y entusiasmo, multitud de viajes misioneros y desarrollan una labor de propaganda fecunda y prodigiosa. Veamos lo que la tradición nos dice de estos dos Santos afortunados que tuvieron la dicha de ser Apóstoles de Jesucristo.

Desde luego, el celo aparece claramente como el rasgo peculiar de ambos.

En la Vulgata, el nombre de Simón va acompañado del sobrenombre Cananeo —en griego, Kananites— Para San Jerónimo y otros exegetas de los primeros siglos, esto significa que Simón es oriundo de Caná de Galilea —y hasta se le identifica a veces con el esposo de las célebres bodas—. No parece probable, pues ese adjetivo tiene idéntico significado que la voz aramea quanana, de la cual se deriva, y que quiere decir «inflamado de celo» o Celador. Así parece entenderlo San Lucas, que por dos veces —en el Evangelio y en los Hechos— le llama Simón Zelotes —celoso—, y no Simón el Zelotes; aunque también es respetable la opinión de que estuviera afiliado al partido tradicionalista, que defendía la pureza de la ley frente al misticismo acomodaticio de los helenistas. Esto nos revelaría un carácter noble, independiente y religioso, y un corazón abierto a la verdad. Por eso —dice un biógrafo— desde que conoció a Cristo, de puritano se hizo puro; ebrio con el vino, tantos siglos escondido, que repartía el Esposo, siguióle sin desfallecimiento por todos los caminos de Palestina, guardando en su alma las palabras de la salud».

Judas lleva también en la sangre y en el nombre la lealtad de un corazón predestinado a cosas grandes. Se llama Tadeo —alabanza, confesión, valentía— o Labeo —hombre sabio y generoso—. Con este nombre figura en la lista del Canon. En el Evangelio se le dice «hermano de Jesús», en el sentido amplio que esta palabra tiene en hebreo. En realidad, es «primo hermano». Su padre, Cleofás, hermano de San José. Y María, hermana de Cleofás, mujer de Alfeo, madre de Santiago el Menor. Éstos son los llamados «parientes de Jesús». Judas, como tal, sigue de los primeros a Cristo e íntima con Él. En ocasiones, su cariñosa confianza le hace dirigirse al Maestro en demanda de luz para sí y para sus compañeros. Así, en la última cena, cuando Jesús, en aquel desbordamiento sublime de su Corazón, les dice: «No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros. Un poco más y el mundo ya no me verá. Pero vosotros me veréis, porque Yo vivo y vosotros viviréis», Judas le pregunta: «Señor, ¿por qué motivo debes manifestarte a nosotros y no al mundo?». Y Jesús contesta: «Si alguno me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada». Palabras —dice Cristiani— que encierran toda una teología desconocida hasta entonces: la vida de la gracia, en cuanto implica una habitación permanente de Dios en nosotros. Pero, además, esta pregunta, hecha con el candor de un labriego —Judas lo fue, como se lee en un escrito del siglo IV o V, intitulado Constituciones Apostólicas— revela su ardoroso celo, su caridad para con todos los hombres, su anhelo de ver extendido por el mundo el reino de Dios.

Pronto iba a ser él mismo intrépido propagandista de la Buena Nueva.

Al dispersarse los Apóstoles hacia el año 41-42, Judas da principio. a su misión. Según diversos autores eclesiásticos, predica el Evangelio en Palestina, Siria y Mesopotamia. Tiene poca autoridad la opinión que lo hace apóstol de Gran Bretaña. Para combatir la herejía de los gnósticos y el desenfreno de los nicolaítas y simoniáticos, escribe una Carta, «de breves notas comenta Orígenes—, pero llena de fuertes razonamientos y de gracia celestial».

Simón predica en Cirene y Egipto. Es la tradición que recoge el Breviario romano. Se cree que ambos Santos se encontraron en Persia, donde, con su predicación y milagros —entre otros, el de amansar a dos tigres — logran numerosas conversiones. El rey, toda la Corte y el general Baradac fueron bautizados por sus manos. En el libro apócrifo Historias Apostólicas, se asegura que murieron víctimas de su fe y de su celo: Simón, aserrado por la mitad; Judas, de un hachazo en la cabeza.

«Honremos con nuestro culto y oración a estos dos Apóstoles —dice el Padre Leal— cuyos nombres están escritos en el Libro de la Vida con letras de oro y sangre, aunque en el de la historia humana sean apenas legibles».