domingo, 12 de octubre de 2025

O BLASFEMO, O HIJO DE DIOS. Fray Justo Pérez de Urbel

 


XVIII DOMINGO DE PENTECOSTÉS

O blasfemo o Hijo de Dios

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Cada evangelio que la liturgia nos manda leer a través de estos domingos del año, es, lo mismo que el reino de los Cielos, como una pequeña semilla que debemos hacer fructificar con una consideración porfiada y leal, o bien, como el pimpollo de una rosa, que al soplo de la oración despliega el esplendor de sus colores y exhala sus escondidos perfumes. Vamos a buscar el aroma, el fruto y la enseñanza que se ocultan en ese breve relato de la curación del paralitico, fijando ante todo, según nuestro sistema, la composición del lugar, tan útil aquí para comprender los hechos como en la preceptiva de la oración ignaciana para ponerse en presencia de Dios.

Es en Cafarnaúm. Hace poco que acaba de aparecer el Taumaturgo de Nazareth curando y enseñando, arrojando de las almas pesares y dolencias, errores y demonios. La alegría, la admiración, la esperanza de días mejores, estremecían a las ciudades del Lago. Los pescadores, los teloniarios y los campesinos no hablaban más que de Él: es un santo, y en su vida todo respira abnegación, inocencia y sacrificio; es un sabio, más sabio que los rabinos del templo de Jerusalén, el gran predicador, el amigo del pueblo, el doctor de los doctores; nadie ha hablado como Él; nadie tiene, como Él, esas palabras de conjuro, que llegan al fondo del espíritu y transforman las voluntades. Pero, mas que nada, es bueno, tierno, amable, compasivo; hay que verle consolar a los que lloran, sonreír a los que no tienen la sonrisa de nadie, levantar a los atropellados por la vida y poner en sus rodillas, acariciar, abrazar y bendecir a los pequeños.

Pero Jesús tenía miedo de aquella popularidad. Poco antes había curado a un leproso, encargándole que no dijese nada a nadie; y viendo que esta recomendación había sido infructuosa, desapareció repentinamente de Cafarnaúm, que era ahora su ciudad, según la expresión evangélica. Es que su actuación empezaba a despertar la suspicacia de Herodes y los recelos de los sanedritas. Aquella ausencia había entristecido a sus admiradores; pero era precisamente el exceso de la admiración, la vehemencia de las manifestaciones lo que le había obligado a alejarse para recorrer el campo galileo anunciando la buena nueva.

Y he aquí que una mañana corre la noticia: se ha visto al Profeta nuevamente en el Lago, ha llegado en una barca al puerto de Cafarnaúm y se ha dirigido a la casa de Simón el pescador. La población se remueve, la alegría renace y la multitud invade la casa de Pedro. Hay gente en el portal, en la cocina, en las ventanas y ante la puerta. Jesús enseña, sentado, en el patio. De pronto se oyen unas voces venidas de la calle: "iSitio, sitio!", gritan los importunos, pero es imposible abrirse paso por entre aquella muralla de carne humana. Los oyentes están demasiado absortos en las palabras del Maestro para fijarse en el extraño espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Unos hombres llevaban con cuerdas una especie de cajón; sobre el cajón, bien guarnecido de mantas y almohadones, descansaba un hombre de triste y dolorido aspecto, que hacía esfuerzos por volver la cabeza, sin conseguirlo. Hubiérase dicho un muerto, a no ser por las miradas suplicantes que dirigía a la turba. Pero no era un muerto, era un paralítico, y sus miradas resultaron tan inútiles come los esfuerzos de los portadores. Estos, desesperando de conseguir su objeto, colocaron en tierra el artefacto. Entretanto, Jesús sigue hablando en el interior.

Algunos de los que le escuchan lloran de alegría; otros hacen señales de asentimiento; los más siguen estáticos el discurso. Junto al orador, ocupando asientos que Simón Pedro ha puesto a su disposición, hay un grupo de hombres mejor vestidos, ante los cuales la turba parece mirar con fría y respetuosa deferencia. Se les puede reconocer por sus barbas autoritarias, por las filacterias de su frente, por su aire de suficiencia, por su aspecto seco y altivo, semejante al de un juez que cumple sus funciones consciente de su importancia. Son los escribas, los intérpretes oficiales de la Ley; escribas de Galilea y de Judea, y aun de las mismas escuelas de Jerusalén, enviados por los más altos funcionarios de la casta sacerdotal, que empiezan a alarmarse a causa del movimiento surgido junto el lago de Genesareth. Ellos no lloran ni aplauden; vigilan; espían con una actitud de imparcialidad, que disimula a los ojos de la gente la gravedad de su apasionamiento.

Repentinamente, un grito de alarma interrumpe el discurso. La multitud se remueve en la habitación principal de la casa; chillan los niños, se retiran asustadas las mujeres, alzan todos las cabezas hacia el techo. Arriba, unas manos levantan la lucera que había en el centro de la terraza; y como la lucera es estrecha, hacen desaparecer también el yeso, las ramas y los ladrillos circundantes. Algunos fragmentos caen al interior, aumentando el pánico. "¡Calma, calma!", dicen los de arriba, y dos de ellos saltan con agilidad y empiezan a maniobrar para introducir un lecho por el agujero que acababan de abrir. En el lecho viene el paralitico, cuyos ojos giran buscando los ojos y las manos que le pueden curar. Los que le llevaban, viendo que no podían penetrar por la puerta, han subido por la escalera exterior, han ganado la terraza, y, en el apremio de su necesidad, no han temido causar algunos desperfectos en la casuca del pescador. Y al fin han triunfado. El enfermo esta allí, delante de Cristo, confuso, silencioso, aguardando en una actitud de confianza plena. Desde el primer momento ha sentido que una transformación profunda se realizaba en el fondo de su ser. En el rostro de Jesús no solo ha leído ternuras, sino también reproches, dulces y paternales reproches. Se ha olvidado de su dolencia, para acordarse sólo de su vida, manchada por el vicio y el escándalo.

Los circunstantes conocen seguramente esta su miseria moral: los escribas, espejos de santidad ritual, le miran desdeñosamente. Es un pecador. Él llora, y su semblante refleja la humildad y el arrepentimiento. Si ha llegado hasta allí asaltando los tejados, es movido por la fe que tiene en el poder del Salvador. Después la fe se ha hecho más pura, más desinteresada, más fervorosa. La gracia le ha iluminado; Cristo le ha mirado, le ha sonreído, se ha inclinado sobre él y le ha dicho: "Hijo mío, ten confianza.” Cristo le ha llamado su hijo. Y después; con un acento inimitable, mezcla de dulzura y de poder ha pronunciado estas palabras misteriosas: "Tus pecados te son perdonados."

Jesús atacaba el mal en su fuente, porque la muerte y la enfermedad son en la tierra puras consecuencias del pecado, y si Él había venido a darnos una vida nueva, si era portador de alegría y de salud, era porque había de destruir el pecado. No obstante, sus palabras causaron en los oyentes un vago sentimiento de decepción. La turba aguardaba un milagro, y había habido un milagro, ciertamente, pero silencioso e invisible. En los más sabios, en los escribas, a la decepción se juntó la extrañeza, la estupefacción. Jamás se había visto que un hombre perdonase los pecados. Turbados, ansiosos, los doctores se miraban unos a otros, como preguntándose si no les engañaba el oído. "Pero ¿que dice este hombre? Eso es una blasfemia. ¿Quién, sino Dios, puede perdonar los pecados?” Estas preguntas podían adivinarse en sus miradas turbias y amenazadoras. Efectivamente, Cristo no podía ser más que un blasfemo o un Dios. Y Él recoge el dilema, dispuesto a solucionarle con toda franqueza y nitidez. Empieza por descubrir el pensamiento de sus adversarios. Esto era ya un primer paso hacia la solución. Después, clavando una mirada firme y serena en los escrupulosos teólogos, pregunta: "¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: Perdonados te son tus pecados, o decir: Levántate y anda?"

No había escapatoria posible. Si la primera parte del dilema era inatacable, no sucedía lo mismo con la segunda. Para mantenerla se necesitaba el milagro. El milagro sería la prueba clara, evidente, innegable de que Jesús tenía poder para perdonar los pecados, de que era Hijo de Dios. Los escribas, en buena lógica, debieran habérselo pedido; pero tienen miedo del poder de Cristo, y callan. El Señor convierte su perplejidad en confusión: "Pues bien -les dijo-, para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene en la tierra poder de perdonar los pecados, observad atentamente." Después, dirigiéndose al tullido, añadió: "A ti te digo: levántate, toma tu lecho y vete a tu casa." En el mismo instante, como si estas palabras hubiesen despertado el calor y la vida en las articulaciones entumecidas, se levantó el enfermo, tomó la camilla en que le habían bajado y, dando gloria a Dios, atravesó con ella en medio de la muchedumbre, estremecida de entusiasmo. Jesús ha hecho la afirmación clara de su divinidad, y la claridad celeste venía a rubricar la inaudita palabra. Y era esto al principio de la vida pública de Cristo, cuando aún no había dicho su sermón de la montaña, cuando no había escogido su apostolado. ¿Qué dirán a esto los que afirman que la conciencia de la propia divinidad nació en Cristo al fin de su vida, despertada por las aclamaciones populares y el magnetismo prodigioso que emanaba de su persona? ¿Cómo explicarán el que ese pobre enfermo se levante al imperio de un hombre que, si no es Dios, es un impío, un blasfemo de Dios?