domingo, 5 de octubre de 2025

6 DE OCTUBRE. SAN BRUNO, FUNDADOR (1035-1101)

 


06 DE OCTUBRE

SAN BRUNO

FUNDADOR (1035-1101)

LA pluma está siempre bien dispuesta para escribir sobre «Maestro Bruno», varón santo y sapientísimo —latinorum stúdii spéculum—, llamado con justicia por sus contemporáneos «luz de la Iglesia», ornamento del siglo XI, flor del clero y gloria de Frañcia y de Alemania». Es este un tema tentador que ha hecho correr mucha tinta, que ha inspirado versos vibrantes y obras de arte mundialmente famosas. La más conocida es, seguramente, el lienzo de Le Sueur —Cloitre de Saint-Bruno— donde se inmortaliza el espeluznante episodio de aquel profesor de París, que se levanta del ataúd para decir que ha sido condenado; episodio al que la leyenda atribuye la retirada de Bruno a la soledad, y al que el poeta José Nevot y Padilla de Cabra alude en estos versos:

Dios, en su amor excesivo,

a Bruno inspiró' el desierto,

y, mandando hablar a un muerto,

impuso silencio a un vivo.

Cuando el glorioso «Restaurador de la vida solitaria» abre los ojos a la luz en el seno de la distinguida familia Hartenfaust, de Colonia, sus padres aciertan a leer en su mirada el secreto de un gran porvenir. Y se proponen secundar los planes del Cielo. Para ello, nada como darle buenos maestros en virtud y letras. El primero de todos es un santo —Cuniberto—, que no lo deja de la mano hasta los quince años. Las famosas Universidades de París, Tours, Reims y Colonia, aplauden los triunfos académicos de «Bruno el sabio; y admiran la austeridad de «Bruno el santo». En la flor de la edad, abre cátedra en Reims. Entre sus discípulos se hallan un futuro santo y un futuro papa: Hugo, obispo de Grenoble, y Urbano II.

En 1056 vuelve «Maestro Bruno» a Colonia, y la sagrada unción no se hace esperar: el arzobispo Erman. II lo ordena de presbítero y lo nombra canónigo de su Catedral. Nuevo viaje a Reims, donde el arzobispo Gervasio le confía la inspección de todos los centros docentes de la diócesis, Esto nos da una idea aproximada de su prestigio. Unas palabras suyas, escritas por estos días, nos permiten también penetrar en el santuario de su corazón: «Feliz el hombre —dice— que tiene su mente fija en el cielo; feliz aquel que, habiendo pecado, llora su crimen con arrepentimiento. Pero ¡ay!, viven los hombres como si la muerte no existiese y como si el infierno fuera una fábula».

Frente a esta corrupción por él denunciada, Bruno se alza como un hombre austero, grave, insobornable, íntegro en la moral y en la doctrina, aunque para ello haya de levantar la voz contra el propio arzobispo Manasés en el concilio de Clermont, o contra su antiguo maestro Berengario. Es un verdadero adalid de la gran reforma propugnada por Gregorio VII.

Así no puede medrar entre aduladores y simoníacos. Pierde su beneficio y se, le hace objeto de persecución. Esto termina por desengañarle de la vanidad del mundo. A los cuarenta y cinco años, cuando su carrera parece sembrada de brillantes ilusiones, se retira al desierto de Caisse-Fontaines con seis compañeros, para llevar vida de perfección. De aquí pasan a Grenoble, donde San Hugo, iluminado por milagrosa visión, les impone la túnica blanca, les da tierras, les ayuda a construir sus ermitas y. los alienta y bendice. Así empieza la sagrada Orden de la Cartuja, tan grande en el espíritu gomo su Fundador; tan observante, tan perfecta, que es la única que en el decurso de siglos no ha tenido necesidad de reforma, porque ha conservado íntegro el prístino fervor. Los cartujos han sido siempre la admiración del mundo por su aspereza y santidad de vida. «Insuaves cüicios, largos vigilias, ayunos continuos, silencio perpetuo y conversación incesante con Dios. En la puerta de su celda mueren los rumores del siglo. Rezan, transcriben códices, trabajan en el jardín... Sólo se reúnen en la iglesia. Viven con los ojos en la tierra y con los corazones clavados en el cielo». Es una Orden esencialmente contemplativa. El trabajo tiene en ella carácter de tónico, pues dice el reglamento que «el espíritu del hombre, semejante a un arco, ha de estar tirante con discreción, para que cumpla su oficio y no afloje».

El modelo genuino del cartujo es su santo Fundador. Hombre serio por naturaleza, encuentra en esta vida profundidad y ensanchamiento para sus más secretos anhelos, y si no sus labios —en ellos la risa parece herejía—, su alma sonríe cuando, enajenada de felicidad, exclama: O Bónitas!; o cuando, en el delirio de la unción mística, nos dice: «Sólo los que lo han experimentado pueden comprender las íntimas alegrías que hay en la soledad del desierto».

Sin embargo, un día tiene que abandonar aquel paraíso, reclamado desde Roma por Urbano II, que lo quiere tener por consejero. Es el mayor contra tiempo de su vida. Así lo comprende el Papa, que le ayuda a levantar la célebre cartuja de Santa María de los Ángeles, admite su renuncia a la mitra de Reggio y le autoriza para volver a la soledad. En el monasterio della Torre pasa los últimos años, redactando sus Comentarios de los Salmos y de San Pablo; y en él le sorprende la muerte, con esta magnífica profesión de fe en los labios: «Creo que la Santa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es un solo Dios. Creo que la Virgen María fue pura antes del parto, en el parto, y después del parto… Creo que Jesucristo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía...».

Así entró San Bruno en la paz eterna.