11 DE OCTUBRE
LA MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA
UN piadoso escritor del siglo XIII pregunta: «¿Cabe algo más admirable que ser Madre de Dios?». Y responde: «Puede el Altísimo fabricar un mundo mayor; puede extender un cielo más espacioso; pero una madre más grande y excelente que la Madre de Dios, no puede hacerla». ¡Maternidad divina de María!
Tibi siléntium laus! La mayor alabanza que podemos tributarte, oh, Virgen Santa, es el silencio; porque, por muy grandiosos que sean nuestros himnos, en comparación de tu grandeza casi infinita, serán siempre muy poca cosa...
Ya los antiguos griegos, anonadados ante la inmensa dignidad de María, no coronaban sus imágenes, contentándose con escribir sobre ellas ésta sola palabra: Theotókos, Madre de Dios. Y tenían razón. La divina Maternidad es la más deslumbrante irradiación de la sabiduría, justicia y bondad infinitas. Todas las gracias y prerrogativas de María tienen su explicación y la medida «El Señor concedió a la Virgen en sumo grado todo género de dones y gracias, por la dignidad de Madre de Dios a que fue elevada» —dice San Alfonso—. Él es la razón, la clave y el fundamento de todas sus perfecciones. «Quia Mater Dei effecta est» —exclama San Sofronio allá en el siglo VII— Por él —en frase del gran Cayetano— «María frisa con las fronteras de la Divinidad». A él debe el nuevo título que suelen comentar los mariólogos modernos: Complementum totíus Trinitatis, Complemento de toda la Trinidad, como Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo. Parodiando a aquel panegirista de Filipo de Macedonia, que cifraba la gloria de su héroe en haber sido padre de Alejandro Magno, podemos decir que la gloria de María se cifra en ser Madre de Dios. «Hoc unum dixisse suffíciat, fílium te habuisse Jesum».
«La Iglesia Católica —escribe Monsabrè— con todos sus homenajes, con todos sus templos, con todas sus fiestas, con todo su respeto, confianza, veneración y amor, no ha colocado tan alta a la Virgen como lo ha hecho el Evangelio con aquella frase simple y breve, pero tan elocuente y misteriosa: María de qua natus est Jesus.. La misma Virgen, tan humilde, no pudo menos de exclamar: «Fecit mihi magna... hizo en mí cosas grandes el Todopoderoso». ¿A qué seguir, si —como dice Santo Tomás de Villanueva—, aunque las estrellas del cielo se volviesen lenguas y se tornasen palabras las arenas del mar, nunca llegaríamos a expresar adecuadamente la dignidad de Madre de Dios?
Y sin embargo —¡duele tener que decirlo!—, este glorioso Dogma mariano —libro de la fe—, tan explícito en la Escritura y en la Tradición —aducir aquí textos sería casi una ofensa a nuestros lectores, que saludan diariamente a María con las. invocaciones Mater Christi, Mater Dei, Sancta Dei Génitrix— ha sido piedra de escándalo en la que han tropezado muchos herejes. «Todos los que erraron sobre la naturaleza, operaciones y culto debido a nuestro Salvador —afirma el mariólogo García Garcés—, se vieron constreñidos a despejar antes de las sienes de María la augusta diadema de la divina Maternidad». El más significado heresiarca —Nestorio— daba a la Virgen el nombre de «Madre de Cristo», pero le negaba el de «Madre de Dios». Su doctrina fue condenada primero por San Cirilo y luego por el Concilio de Éfeso, en cuyo décimo quinto centenario —1931— publicó Pío XI su Encíclica Lux veritatis, ratificando una vez más la enseñanza constante de la Iglesia e instituyendo en honor de este soberano misterio la solemnidad que hoy celebramos. «A la verdad —son palabras del Papa—, si el Hijo de la Virgen María es Dios, indudablemente con todo derecho y justicia se ha de llamar Madre de Dios a Aquella que lo concibió, y si una sola es la persona de Jesucristo, y ésta divina, es claro que todos los hombres han de llamar a María, no sólo Madre de Jesucristo hombre, sino Deípara, o Theotókos, esto es, Madre de Dios... A nadie, pues, es lícito rechazar esta verdad, que la Iglesia nos ha transmitido...».
Una consecuencia dulce y consoladora —con hondura teológica— se desprende de este Dogma inefable. María, como Madre del Cristo total —cabeza y miembros— es, según la doctrina paulina y agustiniana, Madre espiritual de los hombres, madre nuestra. «Tal —dice León XIII— nos la dio Dios, que tan pronto como la eligió por Madre de su Unigénito Hijo, le infundió sentimientos verdaderamente maternales, que no produjesen otra cosa sino misericordia y amor; tal nos la mostró con su conducta Jesucristo al quererse someter a María espontáneamente y obedecerla como el hijo a la madre; tal nos la proclamó desde la Cruz al encomendar a su cuidado y amparo al género humano, en San Juan, y, finalmente, tal apareció Ella misma, al recibir con entrañas de amor aquella herencia tan fértil en trabajos, de manos de su Hijo moribundo, y empezar a desempeñar el oficio de Madre para con todos». «La Madre de Dios es mi Madre» —decía San Estanislao— ¡Todos debemos repetirlo e, imitándole a él, vivir como tales, Hijos de María; hermanos de Jesús; gloriosa estirpe la nuestra!
Este es, sencillamente —sin largas teologías—, el insondable arcano del dogma de la divina Maternidad de la Virgen, ante la cual depositamos, como un salmo de alabanza, el asombro de nuestro silencio filial y reverente:
Tibi siléntium laus!