domingo, 26 de octubre de 2025

27 DE OCTUBRE. SANTOS VICENTE, SABINA Y CRISTETA, MÁRTIRES (+303)

 


27 DE OCTUBRE

SANTOS VICENTE, SABINA Y CRISTETA

MÁRTIRES (+303)

LA persecución decretada por Diocleciano en el año 303, se cebó con saña violenta en los cristianos españoles. Pero al chocar con su fe recia, con su temple de acero, con su voluntad indómita, con su contumacia en el dolor, con su fiereza ante la muerte, produjo —como el eslabón en el pedernal— una triunfal llamarada de gloria, que Prudencio —el Píndaro cristiano— cantó «en versos de hierro celtibérico».

Ya hemos hecho más de una vez el retrato de aquel monstruo: que se llamó Daciano, encargado de llevar a efecto los edictos de proscripción en nuestra Patria. Y no vamos a insistir. Observemos únicamente que, si el verdugo debía de estar a tono coa la fortaleza de las víctimas, la designación de Daciano como Prefecto de las Españas fue uno de los mayores aciertos del Emperador: porque desde Tarraco hasta Hispalis va a dejar una estela sangrienta por todos los caminos de Iberia. ¡Gloriosos Félix, Fructuoso, Eulalia, Vicente, Engracia, Justo y Pastor...!

Daciano acaba de llegar a Elbora... Pero cedamos la palabra a Ribadeneira, para que él, con el lenguaje ingenuo y puro de la verdad, abra este nuevo capítulo martirial:

«Andando el presidente Daciano por las ciudades y pueblos -de España derramando sangre de cristianos, y como una fiera relamiéndose en ella por dar contento a los emperadores Diocleciano y Maximiano, que le habían enviado para que con todas sus fuerzas procurase extinguir y arrancar del mundo nuestra santa religión, llegó a Elbora, que algunos dicen que es Évora, ciudad de Portugal, y otros —y es lo más probable— que es Talavera de la Reina, villa bien conocida, doce leguas de la ciudad de Toledo. Entrando, pues, el presidente Daciano en Elbora, supo que había un mancebo que se llamaba Vicente, cristiano y de loables costumbres».

Desgraciadamente, a excepción de las Actas de San Fructuoso y sus compañeros, ningún documento de la época nos ha llegado en su pureza primigenia. Si bien, como dice Lorenzo Riber, «es una suerte para la Iglesia y para España tener a favor de estos mártires el testimonio incorruptible de la Canicie de la eclesiástica antigüedad». A él nos atenemos.

Denunciado, pues, como cristiano, Vicente, joven lleno de bizarría, comparece imperturbable ante el Presidente.

— Sí, es cierta la acusación. Adoro a Cristo y sigo su sana doctrina.

— Es decir, que reverencias a un hombre que fue crucificado por sedicioso.

— Calle el blasfemo, y no manchen sus labios el nombre del Hijo de Dios.

— Perdono a tu juventud la imprudencia de esas palabras, pero como padre te aconsejo que adores a los dioses.

— Loco de atar estaría, si menospreciase al verdadero Dios, Criador del cielo y de la tierra, para dar culto a unas estatuas vanas.

Daciano no suele dialogar mucho con los reos. Él no busca la justicia, sino la apostasía. Así que, perdida la esperanza de lograrla, da orden a los verdugos:

— Llevadle al templo de Júpiter. Que, sacrifique o muera.

Dios no le abandonó. Apenas el Mártir pone los pies sobre la piedra colocada delante del ara idolátrica, deja impresas allí sus huellas, como si fuese blanda cera. Cristo lo mismo ablanda los corazones que las piedras. El prodigio convierte a los verdugos que, no atreviéndose ya a cumplir la sentencia, dicen a Daciano que Vicente ha pedido tres días para deliberar. Situación que aprovechan sus hermanas Sabina y Cristeta para exponerle el peligro en que, como huérfanas, las deja, de perder la honra y la vida. «Éste es el momento le —dicen— de poner en práctica el consejo de Jesús: «Si os persiguieren en una ciudad, huid a otra». Huyamos de aquí los tres, y si Dios quiere que seamos descubiertos, nos dará gracia para ofrecer la vida en confesión de la Santísima Trinidad».

«Él determinó de hacerlo así —continúa Ribadeneira—, y con la buena disposición y voluntad que le tenían sus guardas, lo hizo una noche con tanto recato y secreto, que el Presidente no lo supo, ni por buena diligencia que usó los pudo alcanzar hasta la ciudad de Ávila, donde fueron presos todos los tres por su mandato. Mas en el camino de tal manera Vicente había encendido en el amor de Cristo a sus dos hermanas, que ninguna cosa más deseaban que morir con él, como lo demostraron en los tormentos que padecieron. Porque primeramente fueron descoyuntados, estirados en la garrucha, y después azotados cruelísimamente, alabando en medio de los azotes y tormentos todos los tres con una voz a Jesucristo... Fue tanto el coraje y la saña que tuvieron aquellos impíos ministros, viendo la constancia y alegría de santos Mártires, y oyendo las voces y loores que daban a Dios, que pareciéndoles gran desacato a sus dioses y afrenta suya, tomaron a los Santos y pusieron sus cabezas sobre piedras, y con nuevo género de crueldad se las machacaron con otras piedras, esparciendo los sesos por aquel campo, y con este género de muerte acabaron gloriosamente su martirio..., a 27 de octubre, por los años del Señor de 303...».

Ávila, la de San Segundo y Santa Teresa, la de los «cantos y santos», guarda dentro de su amurallado recinto, con cariño acendrado, el recuerdo de la triple ofrenda: de sus milagrosos copatronos, Santos Vicente, Sabina y Cristeta.