26 DE OCTUBRE
SAN ALFREDO EL GRANDE
REY DE INGLATERRA (849-901)
TODOS los reyes santos se parecen en la santidad, Hay unas virtudes que podríamos llamar, si no exclusivas, características de los predestinados a escalar desde el trono la gloria de los altares: celo de la Religión, entereza para defenderla, amor a los súbditos y a la Patria, prudente y sabia administración de la justicia, misericordia con el vencido, deseo del bien general sobre los propios intereses, etc.
El Beato Alfredo no fue una excepción. Ni palidece su nombre al lado de los Luises, Fernandos, Eduardos y Enriques. La historia no se ha excedido al apellidarle el Grande. «¡Salve, oh, Alfredo, maravilla y pasmo de los siglos! —exclama Spelmen en su obra de los Concilios ingleses—. Si reparo en tu religión, creeré que has vivido siempre en el claustro; si en tus hazañas, que en los campos de batalla; si considero tu ciencia y tus escritos, pensaré que has pasado la vida en las escuelas; y si examino tu sabiduría, tu prudente gobierno y las leyes tan sabias que has promulgado, me parecerá que ha sido ésta tu única ocupación».
Sus predecesores en el trono de Inglaterra —incluidos su padre, Etelvulfo; y sus tres hermanos, Etelvaldo, Etelberto y Etelredo— brillan, si acaso, por sus hazañas guerreras. Alfredo, sin ceder a ninguno en valor, ni en triunfos militares, los sobrepuja a todos por su carácter de mecenas de las Artes y las Letras, de legislador y restaurador, y, sobre todo, de santo.
Los años que van desde su nacimiento en Berkshire —849— hasta su coronación —871— apenas dejan huella. El abad Juan Asser —amigo y biógrafo del Santo— refiere que su padre lo lleva a Roma a la edad de cinco años y que permanece bastante tiempo al lado de León IV en la Corte pontificia. Algunos han visto aquí la génesis de la futura santidad de Alfredo. A Judit, segunda mujer de Etelvulfo, debe esa gran afición al estudio que contorneará su estampa prócer y lo distinguirá de sus coetáneos, engolfados en las bregas de la guerra y en los placeres cinegéticos.
Si hemos de dar crédito a la leyenda, un día en que la Reina tenía en sus manos un libro de oro bellamente miniado, notando que los pequeños príncipes lo miraban con mucha curiosidad, les dijo: «Será para el primero de vosotros que sepa leer en él». Alfredo obtuvo la preciada recompensa. Todo un símbolo: el amor a las letras debía acompañarle a lo largo de su vida.
Los primeros años de gobierno son duros y amargos. Tiene que saborear la hiel de la derrota y de la traición. Tiene que comprar la paz a precio de heroísmos, de sufrimientos y de sangre. En 871 consigue una tregua con los daneses; pero cinco años después violan éstos el tratado e invaden a Inglaterra, arrasándolo todo y ensañándose con satánica furia en las iglesias y monasterios. Alfredo se retira a Somersetshire —isla del Príncipe—, donde el ermitaño Neot le vaticina nuevas desventuras que no tardan en cumplirse. Los soldados le abandonan, le traicionan los nobles y se ve reducido a la mayor miseria. La leyenda vuelve a poner aquí la nota fina Y reveladora:
Un pobre hombre se presenta en el arruinado castillo real. No queda más que un solo pan. Alfredo ordena a la reina que lo parta con el mendigo:
— Aquél que con cinco panes y dos peces dio de comer a cinco mil personas —dice—, sabrá alimentarnos a nosotros con medio pan.
Sólo esta fe ciega en Dios, este total abandono en manos de la divina Providencia, podían trocar un desastre irremediable en un triunfo claro y definitivo. Y el milagro se hizo. La isla fue convirtiéndose poco a poco en fortaleza. El joven Monarca citó a sus leales en el bosque de Selwood y, cayendo inopinadamente sobre el enemigo, lo derrotó cerca de Edington. Clemente y generoso hasta el heroísmo, no sólo perdonó la vida al caudillo danés Gutrum, sino que, tras convertirlo al cristianismo, le encomendó el gobierno de una provincia.
Quince años de paz fecunda, bastan a Alfredo para realizar un ambicioso y santo programa de reconstrucción nacional, de honda repercusión en la historia de Inglaterra. Sobre la base inmutable y divina del Decálogo, codifica las leyes en un único Cuerpo de Derecho Cristiano, y pone a tono con los decretos conciliares las que interesan a la Iglesia. Instituye las llamadas «avenencias amistosas», origen de los modernos consejos de arbitrajes. Establece un formidable sistema de defensa y organiza una flota poderosa. Reconstruye escuelas y monasterios. Trae de Francia maestros famosos, como los monjes Grimboldo de San Omer y Juan de Sajonia. Funda en Ethelingey un monasterio de monjes —solaz de civilización—, y otro de religiosas en Shaftesbury. El propio Rey aporta su obra personal a este magnífico renacimiento cultural y religioso, traduciendo varias obras del latín. Y lo más admirable es que en medio de esta enorme actividad, no desmiente su filiación de Santo. La leyenda nos asegura que reparte anualmente todas sus rentas entre los pobres, los religiosos y las misiones, y que reza cada día las Horas canónicas. Su oración cubre al Reino como de un manto Protector...
El Beato Alfredo murió en Winchester el año 901, aureolado de gran fama, a causa de sus triunfos militares frente al Feroz Hasting, pero, sobre todo, a causa de sus virtudes extraordinarias.
¡Qué falta hacen hoy ejemplos como el dé este santo Rey!