13 DE OCTUBRE
SAN EDUARDO
REY DE INGLATERRA (1004-1066)
EL Señor guió sus pasos por caminos rectos, y le mostró su reino, y le concedió la ciencia de los Santos. Le enriqueció en sus trabajos y premió sus afanes. Cuando quisieron sorprenderle con fraude, Él le asistió. Le guardó de sus enemigos y le defendió de los engañadores...». De perlas vienen estas palabras de la Sapiencia para delinear la sublime imagen y la perfecta fisonomía de San Eduardo III, rey de Inglaterra, apellidado el Confesor o el Piadoso.
Si como hombre su estampa presenta las dos caras de la moneda —lágrimas y sonrisas; nunca alegría clamorosa—, como santo no hay baches en su camino; porque «la perfección soberana de los reyes consiste —habla San Gregorio Magno— en la práctica de la justicia», y de ésta y de la paz hace San Eduardo la norma de su gobierno.
Coincide su nacimiento —Islip, condado de Oxford, 1004— con el momento más dramático de la historia inglesa; época bárbara, de terror, en que los cadáveres sirven de escalones para subir al trono. Su juventud es un encuentro de infortunios, peligros y nostalgias.
Refresquemos la historia brevemente. El año 1015, Suenón I de Dinamarca conquista Inglaterra a sangre y fuego. Etelredo II —padre de Eduardo— se ve obligado a refugiarse en la Corte normanda con sus hijos y su esposa, la reina Emma. Pero un año más tarde, al morir Suenón, vuelve a ceñir la corona. Por poco tiempo, pues también a él lo arrebata la muerte, y aun a Edmundo Cota de hierro —hijo de su primera mujer—, que cae al golpe del puñal. Canuto el Grande se apodera entonces del trono, y casa con Emma...
Entretanto, Eduardo sigue en su destierro de Normandía. ¡Años largos, llenos de negruras! A sus oídos llegan cada día del otro lado de la Mancha manifestaciones llameantes de horror y de protesta. Su padre muerto, sus her- -manos asesinados, su madre casada con el usurpador, su patria saqueada y tiranizada, él mismo en constante peligro de morir también felonamente.
Solo, huérfano, perseguido, no le quedaba otro recurso sino poner su esperanza en el Padre que «nunca muere ni traiciona», y supo acogerse al abrazo amoroso y aquietante de la fe, en un gesto magnífico, de santo. «Señor, atiende a mis lágrimas; ten piedad de Inglaterra; líbrala de sus enemigos. Señor, atentan contra mi persona. Si te place mi vida, te la ofrezco por la salvación de todos; y si quieres devolverme el reino de mis mayores, desde ahora, Señor, te lo consagro».
El Cielo, al fin, oyó sus ruegos.
Cansados ya los ingleses de la dominación extranjera, al morir Canuto — 1035—, proclaman a su legítimo rey, Eduardo, que es coronado un día de Pascua, 3 de abril de 1043. Su mayor enemigo —el conde Godwino— muere trágicamente en el momento de cometer un perjurio. La tiranía danesa ha terminado y, con ella, un calvario de treinta y cinco años. El horizonte queda limpio para un amplio reinado de paz y de justicia...
Desde el comienzo de su gobierno, el ideal del príncipe cristiano halla en San Eduardo gloriosa encarnación. Y el del santo, también. Una vieja tradición dice que amó y respetó siempre a su esposa, Egdita, como a una virgen consagrada al Señor, pues ambos tenían voto de castidad. En una época en que la norma general es la venganza, el santo Rey olvida pasadas ofensas y perdona magnánimamente a sus enemigos. El deseo de labrar la felicidad de sus súbditos le lleva a disminuir los impuestos y a promulgar las sabias y humanitarias Leyes comunes, base de la moderna Constitución inglesa. No es un gran político, ni un gran guerrero, pero se hace. respetar. Dios, a veces, le protege visiblemente, como en sus luchas contra el rey Magno de Noruega, o contra Macbeth, el fiero usurpador del trono escocés inmortalizado por Shakespeare. El doctor Lingard —en su Historia de Inglaterra— dice que Eduardo, «bueno, piadoso, compasivo, padre de los pobres, protector de los débiles, más dispuesto a perdonar que a imponer castigos, dio el interesante espectáculo de olvidar sus particulares provechos para dedicarse sin reservas al bienestar de su pueblo, restableciendo con su celo el imperio de las leyes, previniendo con su diligencia las agresiones extranjeras, apaciguando con su constante y eficaz solicitud las disensiones de los nobles, logrando, en fin, que Inglaterra disfrutase de una larga paz»...
Se dice que, estando en el destierro, hiciera voto de peregrinar a Roma, y que, no pudiendo cumplirlo por oposición del Consejo palatino, solicitó la conmutación del mismo, gracia que obtuvo del mismo pontífice León IX, a condición de que empleara el dinero del viaje en socorrer a los pobres y en edificar o restaurar alguna iglesia consagrada a San Pedro. Tal fue el origen de la abadía de Westminster, famosa por coronarse en ella a los reyes y por ser el panteón nacional de Inglaterra.
Muchos milagros se atribuyen a San Eduardo. El más espectacular fue el de aquel paralítico que, llevado a hombros por el propio Rey a la iglesia de San Pedro, recobró repentinamente la salud.
Este espejo de monarcas, gloria genuina de Inglaterra, pasó del trono terreno al celestial el día 5 de enero del año 1066. Un coro universal pregonó su triunfo. El papa Alejandro III unió su voz canonizándole en 1161.
La abadía de Westminster es el estuche que guarda su cuerpo incorrupto.