18 DE OCTUBRE
SAN LUCAS
EVANGELISTA (SIGLO I)
A dicho Su Santidad Pío IX que «todo honor le parece poco para honrar a aquellos Santos que, instruidos por los mismos Apóstoles, iluminaron a la Iglesia naciente con sus virtudes heroicas y con la claridad de la enseñanza que dieron al mundo a costa del sacrificio de sus vidas». Al mencionar a San Lucas, hemos nombra do a uno de estos hombres acreedores a la veneración de todos los siglos...
San Jerónimo resume en pocas líneas el cuadro biográfico de este glorioso Evangelista, muchos de cuyos detalles, por desgracia, apenas si los podemos tímidamente conjeturar. Dice así: «Era San Lucas hijo espiritual y compañero inseparable de San Pablo. Nació en Antioquía de Siria. Ejercía la profesión de médico, y al mismo tiempo cultivaba las letras, siendo muy versado en la lengua y literatura griegas. Su refinado gusto literario y artístico campea en esa preciosa Historia del primitivo Cristianismo que nos legó más completa en muchos puntos que la de los otros Evangelistas, más metódica, más elegante».
Era aquel tiempo remoto y hermoso en que los Apóstoles iban por el mundo, prendiendo, con la tea de su palabra, el fuego que Jesucristo trajera a la tierra. Pedro andaba por Roma. Santiago estaba en España. Pablo y Bernabé recorrían el Asia Menor. Felipe, Matías, Andrés, Bartolomé...
Lucas es uno de los primeros que en Antioquía de Siria —la gran metrópoli romana— abren el corazón a la verdad evangélica. Poco a poco madura en su espíritu la Buena Nueva, siente la fascinación de Cristo y, con la clara alegría de su juventud, abraza el bello ideal apostólico en la plenitud más cordial de sus fines misioneros y humanos, con todo lo que, indiscutiblemente, tiene de aventura su determinación...
Maestro como San Pablo no ha habido más que uno. Discípulos como San Lucas, muy pocos: De su mutuo entendimiento y amor —de su «identificación»— tenía que salir, necesariamente, una obra maestra. Y salió, porque también la Gracia lo había hecho su «vaso de elección». Ya hemos dicho que son escasos los datos que sobre su vida y actividad poseemos —sería inútil perderse en hipótesis que no añadirían una brizna a su gloria—; pero el alma de San Lucas se trasparenta en esos dos libros preciosos que escribió: El Evangelio y los Hechos. Basta hojearlos para convencerse de que sintió y vivió plenamente la hermosura de la verdad cristiana. Por ellos —por el espíritu de suavidad que rezuman— ha merecido el título de Scriba mansuetúdinis Christi...
He aquí, con todo, una noticia de indiscutible autenticidad y valor: una vez convertido e instruido por San Pablo —su «iluminador», en expresión de Tertuliano — , Lucas sigue al Apóstol en lo próspero y en lo adverso, como discípulo predilecto, como compañero inseparable, y, juntamente con él, evangeliza «con celo inextinguible», con «indefectible solicitud», en Troas y en Filipos, en Corinto y en Rodas, en Tiro y en Cesarea, en Macedonia y en Samos, en Roma y en Jerusalén... Hombre de posición, de talento, de formación profunda, adquirida en las mejores escuelas de Antioquía, Grecia y Egipto, pone todo su poseer, saber y valer, y aun su persona, en manos de San Pablo con rendida obediencia y humildad, contento de poder ser a su lado estrella de segunda magnitud, el que en el mundo podía serlo de primera. El Apóstol le tributa cálidos elogios en sus Epístolas a los Colosenses —IV, 14— y a Filemón —24— escritas en Roma hacia el año 61. Lo aprecia no sólo por su celo, sino por otros motivos particulares. Es médico, y le asiste con cariño en sus frecuentes achaques. Le llama «Lucas, médico queridísimo». En la última de sus Cartas a Timoteo —2 Tim., IV, 11— dice que, en medio de su soledad, «sólo Lucas está conmigo». Y en la segunda a los Corintios —VIII, 19—, de la que es portador el propio Lucas, en compañía de Tito, se lo recomienda a aquella célebre Ctistiandad; como a hombre «cuya fama por la predicación del Evangelio se extiende por todas las Iglesias».
Grande por su apostolado, San Lucas lo es, sobre todo, por su Evangelio. Su personalidad polifacética fue la que lo puso en trance de tan feliz alumbramiento. La catequesis de San Pablo es la fuente principal de su información, ampliada con sus investigaciones personales y consultas a «testigos oculares', entre los que se halla uno excepcional: la Virgen. De sus labios recoge sin duda aquellas escenas de la infancia de Jesús, «tan sencillas y maravillosas», que diría Chateaubriand. La tesis del tercer Evangelio es la universalidad de la salud de Cristo. «Si el Evangelio de San Mateo podría llamarse mesiánico; el de San Marcos, taumatúrgico; el de San Juan, teológico: el de San Lucas es el soteriológico por antonomasia» — dice el Padre Bover.
La tradición y la iconografía han perpetuado la idea de que San Lucas fue el primer pintor de la Madre de Dios. No hay nada comprobado. Pero el incomparable retrato moral que de Ella nos ha trasmitido, justifica sobradamente su patronazgo sobre la pintura cristiana. Otro tanto ocurre en lo relativo a la muerte del santo Evangelista. Una autorizada tradición del siglo IV asegura que el ideal evangélico que lo puso en pie de apostolado, lo llevó a la gloria inmortal del martirio, siendo colgado de un olivo en Acaya.
El testimonio de la sangre —según el pensamiento de Pascal— dio fuerza de axioma a su mensaje...