15 DE OCTUBRE
SANTA TERESA DE JESÚS
VIRGEN Y FUNDADORA (1515-1582)
MUCHAS glorias tiene España, y no es la menor ser patria de Santa Teresa: la figura más simpática, seductora y trascendente de nuestra Historia —«Robadora de Corazones» fue llamada—; «la más santa de las. mujeres y la más mujer de las santas» —excepto, claro está, la Madre de Dios—, «mujer impecablemente humana, sencillamente divina y, del modo más cabal, española para siempre»
Ni santidad de hornacina, ni santidad de espelunca. Santidad sencilla, heroica, militante. Arte supremo de la vida. Sublimación de lo vulgar, de lo casero, del bregar cotidiano. La cabeza siempre en el cielo; los pies bien asentados en la tierra. Santidad corriente, llana, alegre, simpática; pero noble y elegante. Santa Teresa — humanización de la santidad— es la mujer más normal y sensata, aun en medio de sus incendios místicos. «Procuraba todo lo que podía encubrir los ejercicios sin dar muestras exteriores de santidad». Corre por las vías inefables del espíritu con la misma naturalidad que por los polvorientos caminos castellanos. El trato íntimo con Dios no la desposee de su personalidad. Conversa y familiariza sin perder la discreción de espíritu, ni el calor de su intimidad amorosa con el mundo sobrenatural, porque «también entre los pucheros anda el Señor»... ¡Qué esquema más sorprendente y cautivador de santidad humanizada!
Sin embargo, ¡también ella soñó subir de un salto a los altares!
Es deliciosa la angelical travesura de aquella chicuela de siete abriles que, subyugada por la lectura del Flos Sanctorum, conquista a su hermanito Rodrigo para el martirio — «el camino más corto para ir a Dios» — y huye de casa en su compañía camino de Salamanca en busca de algún moro que los descabece por Cristo. Teresa, hija del probo hidalgo don Alonso de Cepeda y de la pía dama doña Beatriz de Ahu-mada, había heredado el recio temple cristiano de los castellanos viejos, y no podía desmentir su filiación abulense: «Ávila, santos y cantos».
Dios la destinaba a dar al mundo una versión nueva de la santidad.
En su doncellez es piadosa, candoroso, generosa, pero sin comerse a los santos, como se dice. Ánima trasparente, precoz, decidida, de gracioso hablar, de «buen parecer», de contagiosa simpatía, florida de esperanzas, paga su pequeño tributo a la femenil vanidad. En el incomparable libro de su Vida nos habla de sus «aficiones y niñerías nada buenas», aunque agrega «que no tenía mala intención». A los dieciséis años entra como interna en las Agustinas de Gracia. El trato con una monja santa —María Briceño— «tornó a poner en su pensamiento deseos de cosas eternas». Venciendo su natural aversión al monjío y la fuerte oposición paterna —qué humano todo esto viste la capa blanca del Carmelo en el convento de la Encarnación de Ávila, el año 1536.
Parecerá que «doña Teresa. de Ahumada» va a entrar a velas desplegadas pqr el mar de la perfección... Pues no. Pese a sus muy sentidos propósitos, a sus buenos ratos de oración, recogimiento y aun de quietud, y a su penosísima enfermedad —soportada, eso sí, con paciencia heroica—, su andar en las cosas de Dios es, durante casi veinte años, andar de tortuga o de «pollo trabado», como diría ella. Su deseo de agradar a todos la lleva a ciertas condescendencias y a una «devota mediocridad), contra la que su alma lucha como titán. «Ni yo gozaba de Dios, ni traía contento al mundo» — dice en la Vida—. Es una lucha larga, sorda, tremenda. «No sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años».
Sólo en 1555 — rayana en los cuarenta— da el paso decisivo de la piedad anodina a la santidad prodigiosa, aunque siempre —¡qué maravilloso desdoblamiento!— sin que Teresa de Jesús anule a Teresa de Ahumada.
Ahora sí que se entra por el mundo sobrenatural a velas henchidas. La oración y el sacrificio —«o padecer o morir»—le abren de par en par las puertas de los divinos favores. Quietud y unión, hablas y visiones, éxtasis y raptos, altas intelecciones de amor y luz de sabiduría no aprendida. Largo camino de catorce años que culmina en aquel «martirio sabroso» de la transverberación, cuando el rayo de un serafín le abrasa el pecho «como una viva punta hincada en la substancia del espíritu».
Pero Teresa, como la cometa que se remonta a las alturas, sigue sin quebrar la dulce raíz que la ata a la humanidad. Juntamente con San Juan de la Cruz — poeta del cielo — acomete con brío «más que varonil» la reforma carmelitana, y funda, entre enredos y calumnias, hasta treinta conventos. A pesar de su salud quebradiza, la «fémina inquieta y andariega», la «santa», viaja de Ávila a Medina, a Toledo, a Sevilla, a Salamanca, a Segovia, a Palencia, a Burgos... Organiza y lucha. Reza y escribe. De sus manos caen también con delicioso descuido las florecillas de unos libros sublimes —Moradas, Camino de Perfección, Fundaciones…— que la convertirán —caso único en la Iglesia— en Mística Doctora…
La última jornada fue un día de agosto de 1582. En Alba de Tormes oyó el dulce reclamo del Amado: «Ven, esposa mía, paloma mía...».
«A esto, llegó un simple hombre, criado de casa, le besó los pies y dijo:
— Válgame Dios, señores, y cómo huelen los pies de esta santa a zamboas, a limones, a cidras, a naranjas y a jazmines…»