16 DE OCTUBRE
SANTA EDUVIGIS
DUQUESA DE POLONIA (1174-1243)
EL secreto de la santidad no es un crucigrama insoluble. Tiene una fórmula sencilla, elemental: «Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo, por Dios, como a sí mismo». Así fue en la Ley Antigua, y Cristo, en la Nueva, le dio eterna vigencia al ratificarla solemnemente con sus hechos y palabras. Por este molde pasó su prodigiosa y estimulante vida la Santa Patrona de Polonia, y tal fue el éxito, que a los veinticuatro años justos de su muerte era canonizada por Clemente IV.
Hija del Duque de Carintia y esposa del duque Enrique de Silesia y Polonia, tiene cuanto se puede tener en este mundo, y lo desprecia todo por Dios. En ella confluyen dos cauces de sangre nobilísima, pero no reconoce otra grandeza que la que le confiere la Sangre de Cristo. Tiene la precocidad de la santidad y del amor. De la infancia sólo conoce la inocencia. En el monasterio de Lutzingen, donde se educa, es, en la virtud, maestra de sus maestras: humilde entre las humildes, pura entre las puras, fervorosa entre las fervorosas, penitente entre las penitentes. El convento polariza desde la niñez sus ideales. De ser libre, sería monja…
La desposaron a los trece años. Dios le exigió el sacrificio más costoso —el sacrificio de sí misma, de sus gustos, de su voluntad— y hubo de enlazar su mano y su vida con la mano y la vida del príncipe Enrique. Una vez más, la Providencia con líneas torcidas buscaba su blanco. La hizo madre de seis hijos, pero, especialmente, madre de su pueblo por la caridad y por la dulce y bienhechora influencia que ejerció sobre su esposo, al que supo hacer santo. Como más tarde San Vicente de Paúl, «amó con los brazos, con los bolsillos y con la vida». ¡Quién nos diera asomarnos al santuario íntimo de su alma, inmolada sobre el altar de la caridad en perfecta oblación de amor!...
A través del hagiógrafo, sorprendemos rasgos admirables, que nos la pintan, sin duda, mejor que las. palabras.
«Muchas veces —dice la Leyenda de Oro— lavaba los pies a los pobres, y se los limpiaba y besaba.... Siempre que comía había de tener consigo algunos, a los cuales ella misma servía de rodillas... Era tan grande el amor que les tenía, que mandaba comprar los mendrugos que les daban de limosna los religiosos, para comerlos ella, y los besaba muchas veces, como cosa sagrada y pan de ángeles... Ella era proveedora de todos los religiosos y religiosas que padecían necesidad, ella madre de los huérfanos, amparo de las viudas, albergue de los peregrinos, libertadora de los presos, rescatadora de los cautivos, remediadora de los adeudados, refugio y puerto de cuantos padecían alguna tormenta, o habían dado al través...».
A sus instancias, y para dar trabajo a cientos de presos por ella libertados, construye el Duque un grandioso monasterio para monjas del Cister, en la llanura de Trebnitz, junto a Breslau. «Así desagraviarán a Dios, y después los mandaremos a sus casas». En este monasterio, salvo cortas ausencias, pasará Eduvigis el resto de sus días, en tanta aspereza, oración y humildad de vida, «que apenas se puede creer».
La construcción termina en 1238. El mismo año muere el príncipe Enrique, herido en la campaña contra el Duque de Kirne. La noticia es para la Santa como un estilete hincado en lo más vivo del alma; sin embargo, si sus labios se abren, lo hacen sólo para pronunciar estas heroicas palabras: «Es preciso recibir con humilde rendimiento las amorosas disposiciones de la Providencia». A poco cae su hijo primogénito, a manos de los tártaros. La reacción es igualmente admirable: «Debemos querer lo que Dios quiere, y hallar gusto en lo que a Él place».
Después de esto, ya todo se puede creer de ella; que anda con los pies desnudos sobre el hielo, que en frío y en calor viste un mismo y mísero monjil, que duerme sobre unas tablas, que ordena a sus criadas disciplinarla hasta llagarle el cuerpo, que besa, arrodillada, los lugares hollados por las esposas de Cristo, que Jesús la regala con maravillosas visiones y revelaciones, con los dones de milagro y profecía. Orando, es vista levantada en el aire, envuelta en luz clarísima. Estando postrada delante de un crucifijo, la mano derecha de Cristo se desclava del sacro madero para bendecirla, oyéndose al mismo tiempo estas palabras: «Tu oración ha sido escuchada». Un día de la Natividad de Nuestra Señora, durante el rezo de Vísperas, recibe la visita de las Santas Catalina, Úrsula, Tecla y María Magdalena... Sería interminable el recuento de sus milagros.
«¿Quién no ve en la vida de esta Santa —dice con su amable prosa Rivadeneira— lo que puede la gracia del que es Todopoderoso, pues esfuerza la flaqueza mujeril y da tan rara humildad a los señores, y modestia a los que son adorados... ? ¡Qué vida tan áspera y rigurosa en tanta abundancia y regalo; qué desnudez, desabrigo y descalcez en los fríos y hielos insufribles de Polonia; qué oración, qué fervor, qué caridad para con Dios tuvo esta Santa, y qué compasión, benignidad y liberalidad para con los pobres! Más parece su vida de una pobre mujer y religiosa consagrada a Dios que de una princesa y señora poderosa y estimada y respetada del mundo. Pero el Señor trueca los corazones, y en todos los estados, grandes y pequeños, tiene almas puras, santas y escogidas; y para que ninguno se excuse, nos las pone por ejemplo».
¡Hermosa sugerencia!