21 DE OCTUBRE
SAN HILARIÓN
ANACORETA (291-371)
Y a escribir la vida y proezas de un hombre admirable —dice San Jerónimo en el prólogo de su Vita beati Hilarionis— capaces de tentar a la pluma mágica de Homero, y también de hacerla fracasar...).
Nosotros, que hemos leído con detenimiento en autores antiguos y modernos estas hazañas maravillosas de que habla el gran Doctor, nos atrevemos a decir que no hay hipérbole ni ditirambo en sus palabras. Porque, que un joven de alta posición social abrace el Cristianismo en la hora de su mayor persecución, y renuncie a todo para vivir durante sesenta años, ya recluso, ya peregrino de la santidad, por ignotos e impresionantes desiertos, en lucha violenta contra el demonio, el mundo y la carne, nos parece una realidad inverosímil, sólo posible, como alguien ha escrito, ante el credo de la perfección evangélica...
El nombre de Hilarión trae a la mente una idea sublime, que es el rasgo vital de su fascinadora aventura: la penitencia, la renuncia heroica, el desprecio de sí mismo, la fortaleza de espíritu por encima de los sufrimientos y desplomes físicos, la ascesis dura, tenaz, increíble.
Desgraciadamente, pese a las numerosas leyendas que tan popular lo hicieron durante la Edad Media, sólo las grandes líneas de su carrera nos son conocidas, a través de la Vita de San Jerónimo.
Los biógrafos suelen situar el nacimiento de San Hilarión —émulo de San Antonio y San Pacomio—en la aldea palestina de Tabatha, hacia el año 291. Sus padres, paganos, lo envían casi niño a Alejandría, para que beba en sus más puras fuentes el renovado pensamiento helenístico. No merece la pena suponerlo lleno de prendas naturales. Dios hace saltar el agua de la peña. El vacío angustioso que deja en su espíritu el panteísmo confuso de Plotino, se ve un día iluminado por la doctrina dulce y transparente de Aquila, famoso catequista cristiano oculto bajo el manto de los filósofos. La sabiduría de Cristo le entusiasma, y pide el Bautismo.
Su espíritu reflexivo y enérgico le lleva a meditar en inanidad de las cosas terrenas y le inspira una resolución sorprendente: ir. en busca del gran anacoreta San Antonio, cuyo nombre se repite en la calle y en las asambleas con respeto sobrehumano. Siguiendo el curso del Nilo, llega —con ansias trémulas de emoción— al retiro de Arsinoé. La vida prodigiosa del Patriarca de la Tebaida le deslumbra y seduce. A los dos meses de áspero aprendizaje, Antonio lo consagra a la vida solitaria y le impone —burdo saco y cogulla de pieles— el santo hábito. Luego, considerándole demasiado joven todavía para soportar la dureza del desierto, lo despide con estas palabras: «Persevera, hijo, hasta el fin, para que puedas saborear el fruto dulce de tus trabajos». Más tarde dirá a los peregrinos de Palestina que vienen a pedirle milagros: «¿Por qué venís a mí, teniendo en nuestra patria a mi hijo Hilarión?».
Helo de nuevo en Gaza. La muerte de sus padres lo ha colocado frente a una perspectiva tentadora. Pero la voz de Cristo se hace cada vez más insistente: «Si quieres venir en pos de Mí...».
Otro capítulo de epopeya. Hilarión distribuye a los pobres su rico patrimonio y se retira al cercano desierto de Majuma, sin más bagaje que su juventud generosa. Aquella naturaleza abrupta, hosca, es el marco más adecuado para su espíritu recio y vigoroso; ya que no para su pobre cuerpo de delicado adolescente. Su régimen de penitencia pone puntos de escalofrío sobre la piel. Quince higos constituyen su diario alimento; un tugurio mezquino, su morada; un brazado de juncos, su lecho. Su único ajuar es un saco, una cogulla y un manto, que no se quita de encima hasta que. se le cae en pedazos, pues, para él, «nada hay tan superfluo como buscar la limpieza en el cilicio»; su ocupación, hacer y deshacer esteras y aprender salmos de memoria; su compañía, los demonios, que aprovechan la debilidad del cuerpo para interrumpir su oración pura, de fuego, con pavorosas visiones y tentaciones lascivas. La carne, extenuada, parece que va a sucumbir; pero entonces, el alma —siempre en tensión de vuelo grita con sorna: «Yo haré, asnillo, que no cocees; te alimentaré con paja; te haré sufrir hambre y sed, y pondré sobre tus lomos pesada carga».
Veintidós años habían pasado, cuando su nombre empezó a brillar como una luz maravillosa. Acudieron los discípulos, y el Santo se convirtió en abad, en maestro de almas, en taumaturgo. Resucitó a los tres hijos de Aristeneta, arrojó al demonio del cuerpo del ilustre y opulento Orión, curó miles de enfermedades y tuvo relación de la muerte de San Antonio. La vida inaugurada por éste en Egipto había florecido en los desiertos de Palestina...
Pero las luchas con el diablo no asustaron tanto a Hilarión como la vanidad, que podía dorarse bajo las apariencias de virtud. Se tuvo miedo. Perseguido siempre por la celebridad, emprendió una vida peregrinante —¡a sus sesenta años!— a través de los desiertos de Egipto, Sicilia, el promontorio de Pachinum, Alejandría, Dalmacia... En Chipre —donde tuvo un feliz encuentro con San Epifanio— vio el fin de su luminosa carrera, en 371. Sus postreras palabras fueron un arranque de esperanza y amor: «Sal, alma mía. ¿Qué esperas? Sesenta años ha que sirves a Cristo, y ¿temes ahora morir?».
No ha habido puesta de sol más sencilla y majestuosa...