domingo, 19 de octubre de 2025

LA INVITACIÓN DEL GRAN REY. Fray Justo Pérez de Urbel

 


XIX DOMINGO DE PENTECOSTÉS

La invitación del gran Rey

Fray Justo Pérez de Urbel

 

UN gran salto de estos a que nos tiene acostumbrados la liturgia desde el principio de la vida pública de Jesús hasta el último día de su ministerio, desde Cafarnaúm hasta Jerusalen, desde la humilde casa de Pedro hasta la majestuosa escalinata del templo de Salomón. Subámosla nosotros con la ansiedad del que va a buscar un tesoro; abrámonos paso entre las ruidosas oleadas de la multitud; no nos detengamos ante las interesadas solicitaciones de los banqueros, compradores, corredores, mercaderes y cambistas; no nos asustemos de la mirada despectiva, de la presencia rutilante, de la pedantería doctoral, de la gazmoñería hipócrita de esos hombres que llevan las tiras de pergamino sobre su túnica y pasean en grupos de tres en tres o de cinco en cinco, examinando a los transeúntes, sonriendo maliciosamente, discutiendo, comentando, acechando y conjurando. Lleguemos hasta Él, hasta sentir la caricia de sus ojos, hasta recoger los matices más sutiles de su voz. ¡Qué dulce recibir los últimos destellos de esa mirada, próxima a apagarse! ¡Qué emocionante la vibración de ese acento, en que tiembla la suave melancolía de las "novisima verba"!

Es el epílogo de aquella ruidosa y gozosa predicación de tres años a través de los pueblos bíblicos, que en adelante quedarán consagrados para una más alta gloria. Jesús lo sabe, lo saben también sus enemigos, y la multitud allí presiente. Aquella situación no puede durar mucho tiempo. Aquel triunfo de dos días antes, aquellos gritos de la muchedumbre, aquellos hosannas, aquellas aclamaciones, han exasperado a los altos dignatarios de Israel. Su odio está ya en ascuas; ya han reunido el conciliábulo; ya han empezado a tratar con Judas. Y vino la vergüenza del día siguiente. Jamás había llegado tan lejos, la audacia del Nazareno. Es el día de las terribles imprecaciones, de los sepulcros blanqueados, de la raza de víboras; el día que se oyó junto a los pórticos sagrados el sensacional: ¡Ay de vosotros, fariseos hipócritas!; el día en que restalló el látigo justiciero, cayendo sobre los bueyes y los cabritos, humillando a los mercaderes y los ganaderos, haciendo huir a toda aquella oronda gusanera de ladrones honrados.

Y ahora, los patios están llenos de rumores y comentarios. Hay expectación de milagros y apetito de venganzas. Se aguarda un nuevo choque, el último chispazo, el rayo que haga estallar la tormenta. De un lado, están la ley, la academia y el dinero; del otro, el pueblo y su profeta. El pueblo, las gentes del taller y del campo, los pobres y los braceros, los galileos de Genesareth y Esdrelón, los esquilmados por la usura y los maltratados por la injusticia de los poderosos, se estremece de alegría al ver al hombre que se atreve a hacer frente a sus verdugos, a sus tiranos, a sus acreedores y explotadores. Los rabinos, los doctores y los comerciantes, los que enseñan, mandan y poseen, los que tienen una escuela, un comercio, una bolsa, una dignidad o un mando, observan con ojos asesinos y buscan el momento propicio para dejar obrar a las manos. Su porvenir está en peligro si el dogmatizador triunfa. ¿Qué sería de Jerusalén sin aquel Templo, que Él condenaba a desaparecer?

¿Qué de la secta de los doctores si la ley quedaba abrogada? Y si el santuario estaba de sobra, ¿dónde irían los sacerdotes con sus sacrificios, los levitas con sus incensarios, los traficantes con sus dracmas, sus corderos, sus ovejas, sus cabritos y sus palomas? Los insensatos creen, con esa lógica de la turba irreflexiva, que, aplastando a sus enemigos, van a salvar todas aquellas cosas; y no saben que el crimen que maquinan va a ser el principio de su ruina.

Así lo dice Jesús en una alegoría emocionante, que es la última de sus parábolas, y a la vez el ultimo llamamiento, el llamamiento al banquete nupcial. Unos meses antes había propuesto ya a los fariseos de Perea una semejanza parecida, en que ellos pudieron ver una imagen de su reprobación; pero desde entonces todo había cambiado de aspecto. Ya no hay fariseos que inviten a Jesús a comer en su casa; si le rodean, es para prenderle; el odio ha llegado a la cima, y ha empezado una lucha que sólo puede terminar con sangre. En fuerza de estas circunstancias, la antigua parábola se transforma, se ilumina, se reviste de una grandeza incomparable. Ya no es un simple particular el que prepara el festín; es un rey que quiere celebrar las bodas de su hijo. Los invitados de antaño guardaban aun un resto de vergüenza: rehusaban acudir a la fiesta, pero enviaban una excusa respetuosa y cortés; los de ahora se ríen de la invitación, desprecian a los enviados del príncipe, los hieren, los matan. Un detalle, nuevo es también el castigo: “El rey envía sus ejércitos, pierde a aquellos homicidas y pega fuego a su ciudad.” ¡Qué pintura más viva de la terrible tragedia que iba a poner fin a la existencia de un pueblo! ¡Cómo en pocas palabras condensaba el Señor la historia de las relaciones entre Dios e Israel! La condescendencia divina, las insinuaciones de una bondad que no se cansa nunca, la embajada de los antiguos profetas, el envío de Isaías, el que fue aserrado; de Jeremías, el que sufrió la persecución y la cárcel; de Oseas y Ezequiel, ultrajados y desterrados; de Juan el Bautista, asesinado dramáticamente en un castillo, y, finalmente, la presencia misericordiosa del Hijo, testigo entre los vasallos rebeldes de la paciencia inagotable del rey. Allí estaba Él, respirando bondad en media de la malicia, sembrando indulgencia en campos estériles, repitiendo una vez más la invitación del Padre: "El banquete está dispuesto; he hecho matar mis terneros y demás animales cebados, y todo está a punto; venid a las bodas." Todavía podéis entrar en el reino de los Cielos, y participar de las alegrías de una mesa donde nunca se agotan los manjares, y llenar vuestras almas, sedientas con las dulzuras de un vino pisado en los lagares del Cielo. ¡Qué más podía hacer el rey? Inútil condescendencia: los invitados meditan también la muerte de ese Hijo en cuyo honor se había preparado el festín. Él lo sabe, sabe que dos días después será alzado sabre aquel monte cercano, y repite las palabras de los asesinos, como si las estuviese leyendo en sus corazones: "Venid, prendámosle, démosle muerte, y la hacienda será nuestra." Pero la paciencia del Padre tiene límites. Sus planes no fracasarán, se celebrara el banquete, aparecerá la Iglesia en el mundo, quedará establecido el reino de los Cielos, habrá  grande concurrencia en los regocijos nupciales; pero los malvados recibirán su castigo: Dios enviara sus ejércitos, los sitiará, los prenderá y los aniquilará por el fuego y por la espada. Dios siempre tiene ejércitos, que, simulando seguir los caprichos de los príncipes guerreros, en realidad ejecutan los decretos de la justicia. Ejércitos suyos fueron un día los de Nabucodonosor, cuando Jeremías pudo proferir su lúgubre lamento: "¡Qué triste se siente la ciudad, llena antes de pueblo! ¡Cómo lloran las calles de Sión y cómo callan sus plazas!" ¡Ejércitos suyos serán los romanos de Tito, encargados, sin saberlo ellos, de cumplir esta profecía del primer martes santo de la Historia! Y los comerciantes perderán sus tiendas, los ganaderos sus rebaños, los sanedritas su templo, los doctores su prestigio doctoral, los banqueros su negocio, los fariseos sus privilegios, los saduceos sus dignidades, los levitas sus incensarios y los sacerdotes sus prebendas.

Tal fue el último llamamiento de Jesús. Pero nadie le hizo caso. Tal vez los pobres aplaudieron creyendo que hablaba solo de los ricos, a quienes ellos odiaban, pero no tardarán en unirse a los ricos para perder al único amigo que tenían. Jesús ve también esto, recuerda los tres años de su predicación, echa una mirada sobre aquella pequeña grey de sus verdaderos discípulos, pesa el escaso fruto de tantos afanes, y ante la actitud rebelde del pueblo de Israel, con un acento de tristeza profunda, dice aquellas palabras, que pronunció repetidas veces en sus últimos días: "Muchos son los llamados y pocos los escogidos."