19 DE OCTUBRE
SAN PEDRO DE ALCÁNTARA
REFORMADOR (1499-1562)
¡Y qué bueno nos le llevó Dios ahora el bendito Fray Pedro de Alcántara! No está ya el mundo para sufrir tanta perfección. Dicen que están las saludes más flacas, y que no son los tiempos pasados. Este santo hambre de este tiempo era, estaba grueso el espíritu, como en los otros tiempos, y así tenía el mundo debajo de los pies; que, aunque no anden desnudos, ni hagan tan áspera penitencia como él, muchas cosas hay, como otras veces he dicho, para repisar el mundo, y el Señor las enseña cuando ve ánimo. ¡Y cuán grande le dio Su Majestad a este santo que digo, para hacer cuarenta y siete años tan áspera penitencia, como todos saben! Quiero decir algo de ella, que sé es toda verdad... Paréceme fueron cuarenta años los que me dijo había dormido sola hora y media entre noche y día, y que este era el mayor trabajo de penitencia que había tenido en los principios, de vencer el sueño, y para esto estaba siempre, o de rodillas o en pie. Lo que dormía era sentado, la cabeza arrimada a un maderillo que tenía hincado en Ja pared. Echado, aunque quisiera, no podía, porque su celda, como se sabe, no era más larga que cuatro pies y medio. En todos estos años jamás se puso la capilla, por grandes soles y aguas que hiciese, ni cosa en los pies, ni vestido, sino un hábito de sayal, sin ninguna otra cosa sobre las carnes, y éste tan angosto como se podía sufrir, y un mantillo de lo mismo encima. Decíame que en los grandes fríos se le quitaba y dejaba la puerta y ventanilla abierta de la celda, para que, con ponerse después el manto y cerrar la puerta, contentaba el cuerpo, para que sosegase con más abrigo. Comer a tercer día era muy ordinario; y díjome que de qué me espantaba, que muy posible era a quien se acostumbra a ello. Un compañero me dijo que le acaecía estar ocho días sin comer. Debía ser estando en oración, porque tenía grandes arrobamientos y ímpetus de amor de Dios, de que una vez yo fui testigo. Su pobreza era extrema y su mortificación en la mocedad, que me dijo que le había acaecido estar tres años en una casa de su Orden, y no conocer fraile, sino era por el habla, porque no alzaba los ojos jamás; y ansí a las partes que por necesidad había de ir, no sabía, sino íbase tras los frailes: eso le acaecía por los caminos. A mujeres jamás miraba, esto muchos años. Decíame que ya no se le daba más ver, que no ver más; era muy viejo cuando le vine a conocer, y tan extrema su flaqueza que no parecía sino hecho de raíces de árboles. Con toda esta santidad era muy afable, aunque de pocas palabras, sino era con preguntarle. En éstas era muy sabroso, porque tenía muy lindo entendimiento. Veinte años traxo cilicio de hoja de lata continuo. Otras cosas muchas quisiera decir... Ansí lo dejo con que fue su fin como la vida predicando y amonestando a sus frailes.
»Después de muerto, ha sido el Señor servido, yo tenga más en él que en la vida, aconsejándome en muchas cosas. Héle visto muchas veces con grandísima gloria. Díjome la primera que me apareció, que ¡bienaventurada penitencia, que tanto premio había merecido! y otras muchas cosas. Un año antes que muriese me apareció estando ausente, y supe que había de morir, y se lo avisé, estando algunas leguas de aquí. Cuando espiró, me apareció, y dijo como que se iba a descansar. Yo no lo creí; y díjelo a algunas personas, y desde a ocho días vino la nueva cómo era muerto, o comenzado a vivir, por mejor decir. Hela aquí acabada esta aspereza de vida con tan gran gloria…»
Hasta aquí Santa Teresa, en una de sus páginas más primorosas. Creemos que añadir nada a esto sería una profanación. Sólo caben unos ligeros datos sobre su historia externa, para encuadrar tan inimitable semblanza.
A tal señor, tal honor, se ha dicho. A tal Santo, tal. biógrafo. Porque, si Santa. Teresa es inconmensurable, en presencia de San Pedro de Alcántara sentimos el escalofrío de lo milagroso. Su vida justifica plenamente las palabras recientes de Azorín: «Nuestras más sólidas grandezas van asociadas a las gestas de la santidad». Fue uno de aquellos espíritus gigantes que iluminaron nuestro gran siglo. Hijo de un jurisconsulto de Alcántara, estudiante de pro en Salamanca, espíritu rectilíneo, voluntad indomable, «con el nombre de Pedro Garavito hubiera podido brillar al lado de Pizarro, Cortes o Arias Montano». Tuvo una ambición más alta, más dura, más heroica. A los dieciséis años se hizo franciscano, y se ordenó do sacerdote en 1524. Superior a los veinte, fue luego Visitador, Provincial, Definidor y Comisario General. Su acción abarca grandes obras de diverso matiz: inicia una reforma en su Orden —alcantarinos— ¡oh, el exiguo conventito del Pedroso! —ayuda en la suya a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz, misiona en Extremadura, hace vida eremítica en San Onofre de Lapa—donde escribe el Tratado de la Oración, monumento de teología mística—, aconseja a Carlos V y a Juan III de Portugal, dirige a la Mística Doctora..., hace muchísimos milagros, y busca en todo momento la unión con Dios por la vía del más escalofriante ascetismo.
En Arenas de San Pedro —Ávila— se unió a Él para siempre en 1562.
He ahí la sencilla y dura vida de este prodigio de santidad —«pasmo de penitencia, maestro de contemplativos y paupérrimo entre los pobres»—, que se llamó, sencillamente, Fray Pedro de Alcántara.