20 DE OCTUBRE
SAN JUAN CANCIO
PRESBÍTERO (1397-1473)
DECUS Lycæi, et Pátriæ Pater —como dice el himno de Vísperas—, Juan Cancio, nacido en Kenty —Polonia—, en los brazos de una familia profundamente católica, es uno de los defensores de la fe que más contribuyeron con su ciencia y santidad a mantener en su Patria el fervor religioso durante el siglo XV, a pesar de los esfuerzos de los husitas. Sin embargo, el carácter peculiar de su vida parece centrarse en la trilogía «humildad, caridad y justicia», aunque son tan asombrosas todas sus virtudes, que resulta difícil precisar cuál sea la más alta. La Liturgia pone sobre toda su inmensa caridad. «Ojos fui para el ciego, y pies para el cojo: era el padre de los pobres».
Sacerdote exquisito, profesor y decano de la Universidad de Cracovia, trabajador incansable, orador y escritor sagrado de nota, Juan Cancio desarrolla en sus largos años de cátedra una actividad enorme muy cercana a las realidades actuales, a las modernas inquietudes, ya sea en el campo intelectual, ya en el social, ya en el moral. Es un Santo de auténtica y perenne actualidad.
El Cielo se muestra espléndido con él desde su oriente, y le unge como a predilecto. A las gracias celestiales se une la cariñosa y pía solicitud de sus padres, Estanislao y Ana. Como nada enseña mejor que el ejemplo, esta primera educación deja en su alma carismática ancha huella de superioridad moral, que va a serle foco de atracción y sello de majestad y respeto.
De la escuela del hogar pasa a la Universidad de Cracovia, célebre en toda Europa, gracias a la munificencia de Jagellón, gran Duque de Lituania. No es ésta precisamente una casa de ejercicios. Además, en medio de la algazara estudiantil siempre es fácil perder la cabeza. Pero donde otros dejan hecha jirones la blanca estola de su pureza, Juan Cancio aquilata sus virtudes en el trabajo y en el recogimiento, sin perder por ello las simpatías a que su trato urbano y señoril le da derecho. Lo que él deja en la Universidad es una estela tan imborrable de aplicación, talento, disciplina y piedad, que, apenas doctorado, pasa a formar parte del claustro de la misma. Aquí está su palestra de combate —palestra digna, alta, comprometida—, y desde las cátedras de Filosofía- y Teología va a irradiar durante casi toda la vida esplendores de ciencia divina, esencia de virtudes, y, en su deseo de captar siempre la verdadera situación de las gentes humildes y abandonadas, calor de subida caridad...
Juan era ya santo. Pero Dios le pedía algo más, le pedía una consagración total. Y supo ser magnánimo: le ofreció sus más caras esperanzas en el cáliz, siempre duro, aunque sublime, del sacerdocio. Durante varios años, fue, al frente de la parroquia de Ilkusch, el modelo del verdadero sacerdote, propugnado por San Gregorio Magno: «el que, muriendo a todas las pasiones de la carne, vive espiritualmente; el que pospone la prosperidad del mundo; el que no teme ninguna adversidad; el que con afectuoso corazón se duele de la enfermedad ajena; el que da buen ejemplo en todo y cumple con escrupulosidad los deberes de su sagrado ministerio. Tampoco aquí se puede desgajar de su semblanza la página de la caridad. Aun de sus vestidos y zapatos se despoja más de una vez para cubrir a los menesterosos, tapándose después con la capa para disimular acto tan heroico. Con frecuencia suele decir: Conturbare cave, —non est placare suave. Diffamare cave,— nam revocare grave:
Guárdate de molestar, que es difícil aplacar. Guárdate de difamar, que es difícil reparar.
Nada como estos versos nos revela mejor su fino sentido de la caridad... Un día, el santo Párroco de Ilkusch se presenta en el Palacio episcopal. El curato pesa demasiado sobre su conciencia timorata. Así lo manifiesta humildemente al Obispo de Cracovia, que lo reintegra a su cátedra universitaria, en la que permanece hasta la muerte. No podemos intentar un análisis detenido de su inmensa labor. Permítasenos insistir todavía en lo que constituye el rasgo característico de su vida, pues, como alguno ha dicho, los hombres que han adornado su frente con la diadema de la caridad tienen derecho a la gratitud de todas las generaciones. Al Catedrático de Cracovia nada de lo que posee le pertenece; todo lo suyo es también de los pobres: la ropa, la comida, los honorarios, la ciencia. Para comer como él come, para dormir como él duerme, para vestir como él viste, no se necesita más que un poco de fe y una gran dosis de amor. Lo que hoy hace la Cáritas todos los inviernos —recoger ropas, alimentos y donativos para los pobres— ya lo hizo, y en gran escala, San Juan Cancio hace cinco siglos. Por eso su conducta es pauta que acucia siempre. Toda su vida discurre por los estadios del amor: amor a Dios, a la Patria, a la Iglesia, a la sabiduría, a la verdad, a los hombres... Por él peregrina a pie a Roma y a Jerusalén; por él lleva cilicio toda la vida; por él, durante un banquete oficial, deja la mesa, sin temor al ridículo, y corre a entregar a un mendigo su ración; por él obra los ingenuos milagros de que nos habla Adam Opatoff; por él, cuando la agonía besa sus labios —24 de diciembre de 1473—, se desprende de todo, como Juan de Ribera, y muere pobre de solemnidad; por él, en fin, pasa de la tierra al cielo sin dejar de amarnos, para seguir predicando, como en vida, la caridad entre los hombres. Defunctus adhuc lóquitur...