01 DE NOVIEMBRE
FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
HOY, dilectísimos —nos dice San Beda desde las alturas del siglo VIII—, celebramos en la alegría una sola fiesta, la solemnidad de Todos los Santos, cuya sociedad hace que el cielo tiemble de gozo, cuyo patrocinio alegra la tierra, cuyos triunfos son la corona de la Iglesia...».
Sí. La Iglesia eleva hoy un himno de triunfo en honor de sus hijos —de sus héroes— más caros: de esa falange inmortal, de ese tropel glorioso que a lo largo del año litúrgico hemos visto desfilar por las páginas del Santoral, de los héroes anónimos. que no conocen la gloria de los altares y de cuantos en el cielo o en la tierra están «señalados con el sello de Dios».
Día de júbilo, de comunión, de fraternidad. Día de la luz, de la esperanza, del amor. Día de la universalidad de la Iglesia, de la Humanidad gloriosa y triunfante, de los justos «que viven en el Señor». Día de la única victoria y de la única paz sempiternas. Exaltación de los eternos valores, de todo lo grande y bello. i Vuelo encendido del corazón y de la esperanza a los palacios encantados de Dios!
La sociedad pagana fue egoísta y cruel. El precepto de hermandad y solidaridad entre los hombres es típica, esencialmente cristiano. Constituye uno de los dogmas más consoladores de nuestra Fe. «Creo en la Comunión de los Santos» —decimos en el símbolo— Jesucristo nos enseñó que esta sociedad terrena cimentada en el amor, en la comunidad de origen y de destino, tiene su prolongación más allá del mundo visible, de las fronteras del tiempo y del espacio. Los santos del cielo, las almas del purgatorio forman esta familia en la que los hombres de todos los siglos permanecen unidos como miembros del cuerpo místico de la Iglesia, participando todos de la misma vida sobrenatural: auxiliando los vencedores a los luchadores, y éstos a los pacientes. Es la unión sublime, santa, divina y eterna de todos los «santos» en Cristo, que solemnizamos con esta hermosa festividad, broche de oro del ciclo litúrgico. La Iglesia abre hoy alborozada sus brazos maternales, para dar cabida en el abrazo de su amor a sus hijos «santos», en el verdadero sentido teológico del vocablo, esto es: a todos los que se hallan en estado de gracia santificante, ya se encuentren en el purgatorio, ya vivan en la tierra, ya estén en el cielo gozando de Dios. Separados por la distancia nos unimos todos en el espíritu para aclamar a Cristo, nuestro Capitán, para —como dice el Oficio del día— «adorar al Rey de reyes, corona de Todos los Santos». Gaudeamus.... ¡Alegrémonos todos en el Señor...!
Aunque es triple el objeto de esta solemnidad triunfal —conmemoración de los santos del cielo, exaltación del cuerpo místico y exaltación del alma de los justos— la liturgia jubilar de las vísperas y de la misa se desarrolla en la gloria. «Se alborozarán los santos en el cielo, se alegrarán en sus moradas; de su boca brotarán cantos de alabanza». Nosotros asistimos en espíritu a aquellas solemnidades, y vemos, con San Juan, desfilar el magnífico cortejo de cuantos tienen escrito su nombre en el Libro de la Vida. «Vi una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones y tribus y lenguas, que estaban junto al trono y delante del Cordero, revestidos de un ropaje blanco, con palmas en las manos...». Su sola evocación despierta en nosotros alegrías divinas y nostalgias consoladoras. Son nuestros hermanos bienaventurados que han llegado ya a la meta feliz, «al inmortal seguro», a «la Ciudad permanente» de la gloria, «al descanso eterno», «al refrigerio inacabable de la luz y de la paz». En este día en que los santos del cielo comparten su honor con nosotros, quisiéramos escudriñar su mundo maravilloso; pero ni siquiera nos es dado imaginarlo, porque —como dice San Juan— «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al hombre le pasó jamás por la mente lo que Dios tiene preparado para sus elegidos». Jesucristo no habla del «Reino» por antonomasia, del «Paraíso», de «la Casa del Padre con muchas moradas», de la «Bendición de Dios», de la «Vida eterna», del «Gozo del Señor», de la «Bienaventuranza». San Agustín llama al cielo «fuente de la sabiduría y de la felicidad, donde el alma se embriaga, bebiendo del agua viva, que es Dios». El Catecismo lo define como «el conjunto de todos los bienes, sin mezcla de mal alguno». ¿Qué más puede desear nuestra alma, sedienta de felicidad? «¡Dichosos los que son convidados a las bodas del Cordero..!»
La fiesta de Todos los Santos es antiquísima, si bien en un principio el culto se reducía exclusivamente a los mártires. Baronio, en sus Notas al Martirologio Romano, dice que fue el papa Bonifacio IV, a comienzos del siglo VII, quien la instituyó, con motivo de haber consagrado a la Santísima Virgen y a los mártires el Panteón pagano del Campo de Marte. En el siglo VIII, Gregorio III la extiende a la Iglesia universal, y en el IX, Gregorio IV la fija definitivamente en el día primero de noviembre. Es, pues, esta fiesta símbolo del triunfo de Cristo sobre el paganismo. ¡Día de inmenso júbilo, de universal regocijo, en que «cielo y tierra se abrazan en un abrazo de confraternidad, en un abrazo de felicidad, en un abrazo de amor»! ¡Qué bien canta el himno de vísperas!: «...éxules vocate nos in patriam: Vosotros los que habéis triunfado y gozáis del premio en la Patria, llamadnos a ella a nosotros, desterrados en este oscuro valle de la vida».