miércoles, 22 de octubre de 2025

23 DE OCTUBR. SAN IGNACIO DE CONSTANTINOPLA, PATRIARCA (799-877)

 


23 DE OCTUBRE

SAN IGNACIO DE CONSTANTINOPLA

PATRIARCA (799-877)

DIOS ha enviado siempre a la tierra grandes Santos para contrarrestar las grandes crisis de la humanidad. Basta recordar estos nombres: Atanasio, Cirilo, Juan Damasceno, Domingo de Guzmán, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús...

Ignacio de Constantinopla —suscitado por la divina Providencia en un siglo de rebajamiento moral, de cisma, de intrigas, de conciliábulos y vejámenes— tiene también aquí un puesto de honor. El repaso de su historia nos traslada a una época triste y calamitosa para la Iglesia Católica: a los orígenes del desastroso cisma griego, que aún perdura, pese a los denodados esfuerzos realizados por Roma durante once siglos para conseguir la unidad.

Como su padre, Miguel I Rhangabe, Nicetas pudo haber ceñido la imperial corona de Constantinopla, en cuya Corte naciera el año 799. Mas, precisamente la caída de aquél, provocada por el general León el Armenio, iba a ser para su hijo el origen de una exaltación más pura y perdurable.

Miguel se retira con su familia a un monasterio de la Propóntide, en el que vive más de treinta años oculto bajo el humilde nombre de hermano Anastasio. Nicetas, de catorce años, sigue su ejemplo, y en señal de total renunciamiento al mundo, trueca el suyo por el de Ignacio. Mientras en sueño vertiginoso pasan por el trono de su padre: León V el Armenio, Miguel II el Tartamudo, Teófilo, Teodora y Miguel III el Beodo, él, en fervor de perfección, consagra sus días al estudio de la Sagrada Escritura y a los ejercicios de la vida monástica, sin otras apetencias que la de poder morir en la santidad de su vocación. Basilio, obispo de Paros, le ordena de sacerdote. El monasterio de San Sátiro lo elige Abad. Ignacio funda otros cuatro filiales, para poder acoger a los numerosos postulantes que acuden a ponerse bajo la dirección de tan hábil piloto. Lucha valientemente contra los iconoclastas... Pero, durante cuarenta años, nadie se acuerda de que el Abad de San Sátiro es un príncipe desterrado.

Sin embargo, le esperaba una ardua empresa. Tenía mucho que hacer, y no podía permanecer más tiempo en la quietud del claustro...

La santa emperatriz Teodora lo descubre en 846, y, con la aprobación de Roma, lo sienta en la sede constantinopolitana, la segunda del orbe católico. Lo ha puesto en trance de martirio. Ignacio no lo ignora. Tiene una experiencia muy dolorosa de las veleidades de la fortuna para forjarse ilusiones. Tendrá que combatir, que padecer, que morir acaso.

Pronto se le ofrece ocasión de definirse. Al lado de la virtuosa Emperatriz, están su hijo, Miguel III, y su hermano, el césar Bardas: dos hombres depravados, dos monstruos. Teodora estorba allí, desentona demasiado en una Corte que es teatro de las más criminales y sacrílegas orgías; hay que alejarla. Miguel se atreve a proponérselo cínicamente al Patriarca, cuya respuesta es un programa íntegro y cabal de conducta: «Príncipe, cuando me encargué del gobierno de la Iglesia de Constantinopla, juré no hacer nada contra vuestra gloria, y, así, no puedo prestarme a esa cobardía». Poco después —el día de Epifanía del 857—, se ve obligado a negar públicamente la comunión al incestuoso Bardas, en la basílica de Santa Sofía.

Una vez más se va a repetir la historia de Herodes y Juan Bautista. Con la sóla diferencia de que Bardas, si conserva la vida de su víctima, es para hacerle sufrir los más bárbaros suplicios. Desterrado Ignacio a la isla de Terebinto, recibe allí a los delegados imperiales que van a pedir su dimisión, para colocar en su puesto a Focio, hombre ambicioso, orgulloso, político sagaz y aprovechado, usurpador sacrílego, que en ocho días ha recibido todos los órdenes sagrados y la consagración episcopal, de manos de un obispo suspenso. El Santo entiende que su claudicación causaría grave daño a la Iglesia, y resiste indomable. Es recio su temple. No pospondrá el deber ni la justicia.

Un conciliábulo le depone. Se le acusa de conspirar contra el Estado. Su vida toma perfiles de calvario. Se le lleva de Terebinto a Hiera; de aquí a Numere; de aquí a Mitilene. Se le encierra en un establo de cabras. Un carcelero le rompe un día los dientes de un brutal puñetazo. La actitud de Ignacio es la del hombre justo injustamente perseguido: confía en Dios y sabe que la mentira no puede prevalecer. Pero, como lo cortés no quita lo valiente, apela a R01na. Focio hace lo propio con incalificable hipocresía. El papa San Nicolás I descubre la verdad. Un Concilio celebrado en la Ciudad Eterna —861— reconoce la inocencia del Patriarca y excomulga a sus perseguidores, que no tardan en recibir del Cielo el merecido castigo. Bardas muere asesinado por Miguel; éste cae a manos de su rival Basilio I el Macedónico; Focio —padre del cisma griego— es relegado al convento de Scepe. Orgulloso hasta el extremo de compararse con Jesucristo «presentado injustamente ante Herodes y Pilato», no se retractará ni ante el IV Concilio constantinopolitano.

San Ignacio, entretanto, vuelve a gobernar su sede con gran prestigio, sabiduría y santidad, esperando en santa paz «el reino de los cielos» prometido por Jesucristo «a los que padecen persecución por la justicia».

El día 23 de octubre de 877, coronaba Dios los trabajos de este hombre excepcional, que supo resistir con sobrehumana entereza al látigo de todas las tormentas...