24 DE OCTUBRE
SAN ANTONIO MARÍA CLARET
ARZOBISPO Y FUNDADOR (1807-1870)
ALLENT, en la provincia de Barcelona. Allí moran, en 1807, Juan Claret y Josefa Clará, de cuyo matrimonio ejemplar nacen once hijos. Uno de ellos se llama Antonio Adjutoterio Juan. Hoy lo conoce el mundo entero por un nombre que no se puede pronunciar sin seducción ni estremecimiento: San Antonio María Claret.
Uno de nuestros grandes pensadores le ha llamado «el hombre más extraordinario de su siglo». Lo es, indiscutiblemente. Hasta en ser perseguido. Llamado por Dios a realizar una empresa espiritual de dimensiones colosales, «todo fue grande en su vida». El solo índice de sus títulos causa verdadero asombro : Arzobispo de Santiago de Cuba, Primado de las Indias Occidentales, Consejero del Reino, Confesor de Isabel II, Caballero gran cruz de Isabel la Católica y de Carlos III, Preceptor del Príncipe de Asturias y de los Infantes, Misionero, Fundador, Apóstol de la Hispanidad, de la caridad, de la palabra, de la Prensa, de la Acción social cristiana, de los Ejercicios espirituales, de la enseñanza... , gran Siervo de María y gran Santo... ¡Qué difícil va a ser resaltar aquí sus valores cardinales sin renunciarnos todo a lo largo de la semblanza!
Antonio María Claret —el nombre de María lo añade él por devoción a la Virgen— nace con vocación apostólica, sacerdotal. Siendo aún muy chico, el párroco de su pueblo natal lo acoge gozoso como a su «pequeño coadjutor». «¡Almas, almas, almas!» —exclamará al morir en el destierro de Font-froide—. Es su obsesión desde la cuna al sepulcro. En el escudo episcopal pondrá este mote: Cháritas Christi urget nos.
Sin embargo, apenas dados los primeros pasos en pro del soñado ideal, la situación económica de la familia impone su -ingreso como obrero en el humilde telar paterno, Y entre telares discurre su límpida adolescencia, en la que hallamos ya indicios sobrenaturales, pues la Virgen le salva de perecer ahogado en la playa de Barcelona, en cuya ciudad perfecciona su arte. El joven Claret tiene talento y condiciones sobradas para triunfar en el mundo. Pero ¡cuán distinta va a ser su trayectoria!
Le alumbró la misma estrella que a Javier: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?».
A los veintidós años entra en el seminario de Vich. Antes pisara con humildes deseos el umbral de la Cartuja de Montealegre. En 1834 recibe el subdiaconado juntamente con Balmes, que le llamará «nuestro insigne y santo misionero». - Al año siguiente, la ordenación sacerdotal. Breve estancia en Sallent, como teniente cura y como párroco. Viaja a Roma y se ofrece a la Propaganda Fide para misionar entre infieles. Nuevo fracaso. Ingresa en el Noviciado jesuítico de San Andrés de Cavallo, del que le saca una enfermedad providencial. Al fin, regresa a España, decidido a permanecer en el clero secular. Realizará un apostolado portentoso, predicando sencillamente las grandes verdades del destino del hombre. Será otro Vicente Ferrer, otro Juan de Ávila, otro Diego de Cádiz, otro Antonio de Padua.
El Padre Claret salta a la palestra en el momento más turbio de nuestra Historia: cuando el «latrocinio» de Mendizábal. Cataluña arde en guerras civiles. El campo es inmenso, tentador, pero peligroso, No importa: el materialismo re- clama sus ímpetus redentores. Renuncia, pues, a la parroquia de Viladráu, y obtiene el título de Misionero Apostólico. Durante nueve años, la caridad traza sus rutas a través de Cataluña, islas Canarias, España entera. Su predicación oral —sencilla, cordial, penetrante— alcanza la increíble cifra de veinticinco mil sermones; su propaganda escrita, la de ciento catorce volúmenes. Es pobre, hasta el extremo de verse socorrido por un mendigo. Viaja a pie y sin provisiones. No admite estipendios, ni se beneficia de sus libros. El sectarismo le calumnia, le persigue. Pero el Arzobispo de Tarragona dice «que sus obras están de acuerdo con su lenguaje de ministro del Evangelio». Es una misión pródiga en triunfos espectaculares, en profecías cumplidas, en curaciones milagrosas, en sonadas conversiones.
Ante la imposibilidad de seguirle paso a paso, señalaremos las fechas áureas de su madurez espiritual y humana.
Año 1849. Funda la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María —su obra cumbre— perpetuación de su espíritu genial y de su apostolado polifacético.
Año 1850. Es nombrado Arzobispo de Santiago de Cuba. En un ambiente de inmoralidad, banderías, abandono y odios, realiza una labor gigantesca. Funda las Monjas de la Esperanza, crea una Casa de Caridad, una granja-modelo; legitima matrimonios, urge la disciplina del clero, recorre centenares de kilómetros, profetiza los terremotos, el cólera, la guerra y el cisma, es objeto de un atentado masónico en Holguín.
Año 1857. Vuelve a España como confesor de Isabel II. «Estaba en la Corte —dice Aguilar— pero acaso ningún cura de Madrid vivía con. mayor pobreza». Perseguido por los liberales, acompaña a la Reina en su destierro.
Año 1869. Asiste al Concilio Vaticano y defiende la infalibilidad pontificia.
Año 1870. El «peligroso exilado», calumniado y proscrito, fallece en Francia. Su epitafio recuerda las famosas palabras de San Gregorio VII: «Amé la justicia y odié la iniquidad: por eso muero en el destierro».
Año 1950. El «pequeño coadjutor» de Sallent es exaltado por Su Santidad Pío XII a la Gloria de Bernini.