20 DE FEBRERO
SAN ELEUTERIO
OBISPO Y MÁRTIR (456-531)
TOURNAI —la antigua Turnacum — es una bella ciudad de Bélgica asentada a orillas del Escalda. Presa codiciada por todos los invasores a causa de su privilegiada ubicación a lo largo de una gran calzada romana, despierta también desde muy temprano el celo de los misioneros católicos, y San Piàt —en las postrimerías del siglo III— arroja en ella la primera semilla evangélica, que riega y fecunda con su sangre...
El segundo fundador de esta naciente cristiandad, duramente probada en el fuego de la décima persecución, fue otro mártir de esclarecida memoria: San Eleuterio. Nació en la propia Tournai, entonces floreciente capital del reino franco. Sus padres —Serenio y Blanda— eran nobles y cristianos, dueños de un vasto latifundio, situado en los aledaños del actual pueblecito de Blandain. Destinado por la divina Providencia a ser el restaurador del Evangelio en la Galia Bética, apareció desde los primeros instantes de su vida envuelto en ese halo sobrenatural de que Dios suele a veces rodear la infancia de los Santos. Pasó su juventud florida en la Corte, en calidad de paje o doncel, y en la escuela palaciega, donde estudió, fue un muchacho aventajado y cabal, «tan agraciado y ejemplar —afirma Gazet— que la virtud se transparentaba en su lindo semblante y era el encanto y la admiración de todos». Su condiscípulo y colega de episcopado San Medardo fue el primero que leyó en su futuro. Un día le dijo, movido por una especie de inspiración profética: «Tú serás conde franco y obispo de Tournai». Nadie que le conociese a fondo podía predecirle un porvenir menos brillante.
Sin embargo, el camino no iba a ser todo de rosas. La derrota del general romano Siagrio —486— abre una era de atropellos, pillaje y violencias, que no habrán de terminar hasta la conversión de Clodoveo, en 496. Los fieros sicambros, idólatras fanáticos, no saben hacer diferencia entre Roma y cristianismo, y los discípulos del Evangelio conocen una década amarga de vejaciones y destierros. La familia de nuestro Santo se refugia en Blandain, donde surge una pequeña comunidad cristiana, foco principal del resurgimiento religioso de Bélgica.
Al morir el obispo Teodoro —dice el citado historiador Gazet—, Eleuterio, «poderoso en obras y palabras, cuya elocuencia y sólida doctrina habían ganado ya a la fe cristiana gran número de paganos de la diócesis de Tournai», es elevado por el pueblo a la dignidad episcopal y confirmado luego en la misma por el papa Félix II, aunque existe la duda de si fue consagrado por el Pontífice o por San Remigio. Poco después sobreviene la providencial y decisiva conversión de Clodoveo, y con ella la de todo el Imperio Franco. Y los hombres feroces a quienes no pudieran domeñar las legiones romanas, caen a los pies de Cristo como mansos corderos, evidenciando una vez más el poder de Aquel que «llama a los pueblos de las tinieblas a la luz admirable...».
Cuando San Remigio trató de organizar la jerarquía de la Iglesia gala y extender la acción bienhechora de la doctrina católica a todas las esferas de la sociedad, halló en Eleuterio el más firme puntal, porque supo entregarse alegre y sacrificadamente a las duras tareas del apostolado con el arrojo de los grandes misioneros: oyó con bondad a todos y a todos trató con humildad, veló por la pureza de costumbres, mantuvo la disciplina eclesiástica, predicó incansablemente la palabra de Dios e hizo de la caridad el ideal de todos sus afanes. Gracias a ella fue «taumaturgo», como lo era también por aquellos días San Benito, «gracias a su bondad». El fruto llegó a su tiempo, y bien sazonado y copioso. La diócesis de Tournai se convirtió en una cristiandad floreciente. Se dice que en una sola semana bautizó a once mil personas. El arma indefectible del milagro fue, a la postre, la que terminó por abatir al bárbaro y trocarle el corazón...
El leproso Pericio espera al santo Obispo en el pórtico de la «Puerta Mantilia», donde el ciego Mantilio recobrara la vista por su intercesión.
— Padre santo, cuarenta días llevo aquí aguardando para recibir el Bautismo, y nadie me presenta al sacerdote.
— Excelencia —dice al Prelado uno de sus acompañantes— ahí está el leproso; mandadle que se vaya.
— ¿Qué es lo que dices, hombre de poca fe? —replica con energía Eleuterio—. De estos es el reino de los cielos. Y en presencia de todo el pueblo, lo bautiza y lo cura.
Pero el discípulo no ha de ser de mejor condición que el Maestro. Eleuterio, como Cristo, debía también fecundar su vida con sudores y firmar su doctrina con la rúbrica purpúrea de la sangre. Los postreros años de su pontificado fueron años de lucha abierta contra la herejía, que el enemigo sembró entre la buena mies al amparo de las tinieblas. Primero intentó ganar a los disidentes por la mansedumbre. Viajó a Roma. Convocó un Sínodo. Su bondad chocó con la mala fe, con el dolo, con la coacción violenta... Y el día 20 de febrero del 531, al salir de la catedral, caía cosido a puñaladas, pronunciando palabras de perdón y pidiendo al gobernador Censorino clemencia para los autores del atentado.
Paralelas a las de San Piat, quedaban grabadas para siempre en la historia de Bélgica las huellas de San Eleuterio: huellas de amor, de fe y de heroísmo…