05 DE FEBRERO
SANTA ÁGUEDA
VIRGEN Y MÁRTIR (HACIA 230-251)
LAS generaciones todas han vibrado de admiración y simpatía por la Santa Patrona de Catania, heroína dulce y audaz —orgullo del sexo débil—, en cuyo corazón obró prodigios la fe y en cuya frente virginal puso el amor a la pureza la diadema del triunfo más sorprendente. Su historia ha sido tratada numerosas veces en la poesía y en la pintura, y entre sus principales panegiristas figuran nombres tan ilustres como los de Ambrosio, Agustín, Gregorio Magno y Dámaso. A este santo Papa español se atribuye un himno —probablemente de autor posterior— que, aun a trueque de repetirnos, queremos transcribir aquí, porque recoge con amor y arte esa figura tan popular de la Virgen siciliana que la leyenda ha idealizado…
«Hoy brilla el día de Águeda, la insigne virgen; Cristo la une consigo y la corona con doble diadema. De ilustre prosapia, hermosa y bella, todavía más ilustre por las obras y la fe, reconoce la vanidad de la prosperidad terrena, y sujeta su corazón a los divinos preceptos. Bastante más fuerte que sus crueles verdugos, expuso sus miembros a los azotes. La fortaleza de su corazón la demuestra claramente su pecho torturado. A la cárcel, que se ha convertido en delicioso paraíso, baja el pastor Pedro para confortar a su ovejita. Cobrando nuevo aliento y encendida en nuevo celo, alegre corre a los azotes. La muchedumbre pagana, que huye amedrentada apte el fuego del Etna, recibe los consuelos de Águeda. A cuantos recurren fieles a su protección, Águeda les extingue los ardores de la concupiscencia. Ahora que ella, como esposa, resplandece en el cielo, interceda ante el Señor por nosotros miserables. Y quiera, sí, mientras nosotros celebramos su fiesta, sernos propicia a cuantos cantamos sus glorias».
La silueta de la juventud de Santa Águeda está nublada de conjeturas y suposiciones. Según la recensión griega de sus Actas —que es la más autorizada— era natural de Catania —Sicilia— y tenía cuanto una mujer puede desear: dinero, juventud y belleza. Ante ella se abrían perspectivas deslumbradoras; pero —cristiana por educación y por convicción— había ofrendado a Cristo el lirio de su pureza virginal, y aunque el búcaro del cuerpo era frágil, supo conservarlo intacto con espíritu invencible.
Quinciano, procónsul de Sicilia, se enamoró de ella. La rotunda negativa de la joven le exasperó. Sabía que Águeda adoraba a Cristo, y mandó a sus soldados gue la detuviesen, pues le daba derecho a ello el bárbaro edicto del emperador Decio. Entonces le nació a la heroína el ansia del martirio.
— ¿De qué casta eres?
— Soy de condición libre y de muy noble linaje.
—Si así es, ¿por qué vives como los esclavos?
—Soy esclava de Cristo.
Fiel a la táctica imperial de no hacer mártires, sino apóstatas, Quinciano agota hasta el máximum los recursos de la persuasión y de la violencia. El más diabólico de todos es entregar la casta doncella a una mujer de mal vivir llamada Afrodisia, la cual ha de desistir de su infame propósito ante la fortaleza indomable de Águeda. Vienen después las blandas promesas, las duras amenazas, la trápala inmunda...
— ¿Qué has resuelto acerca de tu salvación? —le pregunta el Procónsul— Mi única salvación es Jesucristo.
La brutal y cobarde bofetada de un lictor sella con sangre en los labios de la Mártir esta viril confesión. Es, como en Cristo, el comienzo de una pasión gloriosa. Las vergas le cruzan cien veces la cara, el ecúleo y el potro descoyuntan sus huesos. los garfios acerados muerden, golosos, sus carnes purísimas, las planchas de metal incandescentes abrasan su piel tierna y delicada, las férreas tenazas, toscas y sucias de sangre vieja, tronchan en flor las azucenas gemelas de sus pechos...
No cabía dolor más acre ni mayor entereza, porque Águeda no abrió los labios, si no fue para orar... Recluida nuevamente en la prisión, tuvo en ella —dicen las Actas— visiones y consuelos maravillosos, apareciéndosele San Pedro y curándole todas las heridas.
El amor despechado suele trocarse en sadismo feroz. Quinciano mandó desnudar a la Virgen y arrastrarla sobre un pavimento sembrado de vidrios rotos y carbones encendidos. En el mismo instante un terrible terremoto provocado por la ira divina sembró el espanto en toda la Ciudad. Silviano y Teófilo, acusadores de Águeda, murieron aplastados por un muro. El pueblo, despavorido, se amotinó ante el pretorio. La Santa hubo de ser llevada de nuevo a la cárcel, para evitar un levantamiento de la plebe. Allí, hinojada, oró al Señor diciendo: «Gracias te sean dadas, oh, Dios mío, por haberme juzgado digna de padecer por tu nombre. Tú, Señor, que infundiste en mi alma un valor superior a mi debilidad y has conservado mi cuerpo limpio y puro, oye ahora mis súplicas y mándame ir a Ti, para que pueda cantar eternamente tus loores en la gloria». Y en medio de estos amorosos deliquios, se quebró el vaso del cuerpo, y el espíritu, alado, voló al reino de la inmortalidad.
Águeda, heroína de la fe, símbolo de la superioridad moral del cristianismo frente a las groseras exigencias de la materia, legó al mundo, con el recio aroma de su ejemplo, un recuerdo emocionante y confortador, que la sagrada Liturgia renueva cada día en el Canon de la Misa...