SEPTUAGÉSIMA
El trabajador evangélico
Fray Justo Pérez de Urbel
Septuagésima: las luces de Navidad que se extinguen en el horizonte, los aleluyas que huyen con alas medrosas de las naves del templo, el canto angélico del "Gloria" que se pierde en la lejanía, el color austero, la palabra grave, el canto que parece un lamento. Un escenario distinto, que nos advierte el comienzo de un nuevo acto; un nuevo acto en que el protagonista irrumpe súbitamente estremeciendo nuestros corazones con estas lúgubres palabras: "Cercáronme gemidos de muerte, dolores de infierno me rodearon." Hemos adorado y admirado a Dios vistiendo nuestra humanidad en el misterio de la Encarnación; ahora vamos a ver al hombre vistiendo el manto de la divinidad por el misterio de la Redenci6n, al hombre, que yace en medio del camino rodeado de dolores de infierno, abandonado, tembloroso, agonizante. Pero el buen Samaritano llega: ya le hemos visto tiritar en el pesebre, y crecer en Nazaret, y descorrer el velo de su poderío, y derramar los primeros tesoros de su doctrina. Y ahora llega, temblorosa de amor el alma, húmedos los ojos de compasión.
Aguardemos vigilantes su venida: su paso será nuestra salud. Curará nuestras llagas, nos llevará al hogar sagrado, donde hay calor y abundancia, nos iluminará y nos vivificará.
Pero su generosidad requiere en nosotros lucha, vigilancia, trabajo. Hasta ahora el Evangelio ha podido parecernos una fiesta, un regio desfile deslumbrante de oro y de púrpura, una égloga, un banquete nupcial; mas he aquí que de pronto se nos presenta en su aspecto más fuerte y más austero, en su aspecto de purificación, de lucha y de conquista. Allá lejos vemos ya el cortejo de la muchedumbre que pasa con las cabezas cubiertas de ceniza; brilla un bosque de lanzas, las oraciones del ejército sagrado, que combate con la esperanza del reino; y en el fondo se alza la meta sangrante, la cruz, que nos señala el camino de la victoria. Ya desde ahora oímos al Apóstol que nos habla de peleas, de cascos, de escudos, de lorigas y de atuendos guerreros. Se trata de un reñido combate, de un deporte violento y arriesgado. Abrid el Misal y leed la Epístola de este domingo de Septuagésima. "Hermanos -clama la voz de la Iglesia-, no sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, más uno solo alcanza el galardón? Corred, pues, de manera que lo alcancéis." Entramos en un pugilato formidable, buscamos una corona incorruptible, y en consecuencia debemos correr, no a la ventura, sino con una decisión heroica; debemos luchar como quien se encuentra ante enemigos de carne y hueso, como hacia San Pablo, "que no peleaba como quien azota el aire, sino que castigaba su cuerpo y le reducía a servidumbre". Porque el cristianismo no es pasividad, no es inercia, no es la mera recepción de una luz, sino que es esfuerzo, trabajo, dinamismo; es la religión dinámica, según la expresión bergsoniana, no solamente porque ella sola nos lanza más allá de los confines de la vida material, sino también porque exige y despierta y desarrolla en nosotros un caudal prodigioso de anhelos y energías.
Sobre todo, anhelos, aspiraciones. Es la religión de los hombres de buena voluntad, y por eso es la religión de todos, porque no hay nadie que no pueda hacer esa donación de la buena voluntad. Aquí tenemos el Evangelio de este domingo, que viene a suavizar un poco, a iluminar y humanizar los ímpetus batalladores de las palabras paulinas. Ese padre de familias que al despuntar la aurora sale en busca de jornaleros para trabajar en su campo, exige nuestra admiración y nuestra simpatía, pero hay en su conducta algo que nos desconcierta. Tiene un corazón magnánimo; diríasele más preocupado de repartir sus dineros, que de hacer fructificar sus vides. Se le ve en la plaza desde el amanecer; sale de nuevo a media mañana; por la tarde recorre otra vez los grupos de ociosos y paseantes, y se va a poner el sol cuando todavía reparte azadas y podaderas. No examina si sus obreros son cojos, o tullidos, o vagos, o astutos vividores. "Mal propietario -se no ocurre pensar-; por ese camino pronto se le van las onzas del arca." Pero su conducta ya no tiene explicación razonable cuando se presenta a los trabajadores para darles el jornal. Da el denario convenido a los que trabajaron desde la primera hora. Bien. Llegan los que trabajaron desde el mediodía, y reciben también un denario, y un denario es también la recompensa de los que tomaron la herramienta al declinar el día.
Hay algo aquí que nos inquieta, que hace conmoverse el bello edificio de nuestras ideas de equidad y sensatez. De buena gana nos ponemos al lado de San Pedro, cuando dice: "Señor, he aquí que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte, que recompensa nos vas a dar?" El que más ha dejado, recibirá más; el que más ha trabajado, tendrá mayor galardón. Esta parece lo 1ógico; esto es lo que enseñan los fariseos en la sinagoga: al ayunador más intrépido, al doctor más sabio, al rabino más conocedor de la Torah y de todos sus exegetas, al adorador que ofrece más víctimas y quema más incienso, y al más generoso con el templo del Señor, y paga con más exactitud el diezmo, aunque sea del comino y la mostaza, al devoto capaz de estar más tiempo en la oración, con el cuerpo inmóvil, los brazos extendidos y los ojos clavados en el cielo, a estos trabajadores sufridos y entusiastas, la ley humana les reserva el primer puesto en el reino de los Cielos. Pero he aquí un padre de familias que tiene un criterio distinto; y lo alarmante es que ese padre de familias parece ser el mismo Dios. Porque no cabe duda que esa viña de la parábola es la que nos da el vino nuevo del Espíritu, las puras esencias del verdadero amor, la Iglesia de Jesucristo. En la plaza del mundo suena constantemente la invitación al trabajo. Nadie es rechazado ni excluido. Los pecadores, los peajeros, los samaritanos, los judíos, los filósofos paganos, los ilotas y los libres, todos oyen un día u otro el misterioso llamamiento; y van llegando y reciben su puesto en las filas de los trabajadores. Hay invitados de todas las horas; hay jornaleros que tiran la herramienta y huyen; hay otros que vuelven a ocupar el puesto vacante, y siempre son cordialmente recibidos. Y cuando llega el momento del descanso, todos aquellos a quienes se encontró inclinados sobre la tierra, reciben el denario de la recompensa. No se miran los sarmientos que cortaron, o las cepas que cavaron, o los racimos que desgajaron; solo se mira su buena voluntad, su entusiasmo, su amor.
Esto es lo que nos quiere decir la parábola de los obreros de la viña. Es la parábola del buen ladrón, la de la viejecilla de los dos cornados, la de Magdalena, y la del mismo Pedro, que llegó tarde a la viña, y la dejó un instante; vencido por el desaliento, y volvió con nuevos entusiasmos, y mereció ser nombrado inspector de los viñadores. Es la parábola por la cual sabemos que más que la obra externa vale la intención. No podríamos decir si, en la balanza celeste, la espada siempre vencedora de San Fernando pesa más que la espada siempre vencida de San Luis; y tal vez la aguijada de San Isidro Labrador tiene más peso que una y otra. Lo cierto es que aquel buen flautista de Alejandría de que nos hablan las vidas de los Padres del yermo, agradaba más a Dios con los sonidos de su flauta que el rígido anacoreta con su salmodia.