lunes, 17 de febrero de 2025

18 DE FEBRERO. SAN ELADIO, ARZOBISPO DE TOLEDO (+633)

 


18 DE FEBRERO

SAN ELADIO

ARZOBISPO DE TOLEDO (+633)

UNO de los mejores regalos que Dios concedió a Toledo la Imperial, tras el espléndido triunfo del más glorioso de sus Concilios -589-, fue el de hacerla patria de grandes Santos, entre los que San Eladio —«Varón Bueno»— descuella por sus obras y virtudes, como afirma San Ildefonso —otro gigante toledano— en el capítulo VII de sus Varones Ilustres.

Descendiente de la familia real goda —pariente del propio Leovigildo— no se deja deslumbrar por los esplendores de la Corte, ni por los halagos del amor profano, ni por las auras del -triunfo, cuando, en plena juventud, llega al Virreinato, la más alta magistratura que un godo puede desempeñar en lo civil. Es un alma inspirada desde la cuna por la ciencia de lo Alto y ungida con el crisma de la selección, a quien la chispa de la fe enciende en el pecho la llamarada santa del amor divino con urgencia providencial, para que —en raudo vuelo de pureza— remonte, íntegra, la escabrosa pendiente de la edad juvenil, en cuya cima le espera un ideal sublime: «Vivir para Dios»...

En un arrabal de la Imperial Ciudad está el célebre monasterio de Agalia, gimnasio donde se forjaron las más esclarecidas figuras de la Iglesia toledana. A este asilo de paz se retira a menudo Eladio en medio de sus negocios de Estado, para practicar —en régimen de «retiro cerrado»— lo que hoy llamaríamos «ejercicios espirituales». San Ildefonso nos asegura que aquí pasa los mejores ratos, desprendido de todo, olvidado de sus preeminencias con gran humildad, hasta el extremo —¡qué detalle de santo!— de «cargar con las espuertas de astillas para llevarlas al horno».

Por este derrotero, natural y entrañablemente querido, endereza a la postre sus pasos con carácter definitivo, porque «cuanto más se abrasa su corazón en amor de la soledad, tanto más se resfría en el del siglo».

Prácticamente ya era monje; le faltaba serlo también de nombre. Y el Virrey o Gobernador de las Cosas Públicas, el hombre del día, aplaudido por sus triunfos políticos, por su talento y ejemplaridad de vida, se convirtió en el religioso más humilde y perfecto, en el santo que, doquiera pasaba, iba dejando la huella de su amor seráfico, en el «ángel del convento». Sus contemporáneos no saben con qué términos exaltar su persona, virtud y ciencia, su evangélica sencillez, su celo apostólico y la brillantez de su enseñanza. El hecho de que fuera investido de la dignidad abacial, nos da ya una idea aproximada de su prestigio. Sólo aproximada, pues, en realidad, el claustro era demasiado estrecho para encerrar tanta sabiduría y bondad: sus luces debían brillar en toda España durante dieciocho años, bajo los reinados de Sisebuto, Recaredo II, Suintila y Sisenando.

Hacia el 615 murió el arzobispo Aurasio. La elección de Eladio para la Silla Primada fue un ejemplo de rara unanimidad. Fue tan fácil, como difícil rendir la humildad del Santo.

Puesto sobre el candelero, sus obras y virtudes son motivo de comento y edificación. Es grave y reservado, pero de: una bondad profunda y sincera. Verle, oírle, conforta y conduce a Dios. La luz de sus enseñanzas alcanza los más dilatados horizontes de la Península. Su virtud más cara es la misericordia, y su oración preferida, las palabras de la Escritura: «Ten, Señor, abiertos los ojos y atentos los oídos a los clamores de los pobres». San Ildefonso dice que «las caridades y limosnas de Eladio eran tan copiosas, como si entendiese que de su estómago estaban asidos, como miembros, los necesitados, y de él se sustentasen sus entrañas». Desde el regio alcázar hasta la más humilde choza resuena su nombre con vivo entusiasmo. Los grandes señores le consultan como a oráculo; los pobres le llaman padre y bendicen a Dios cada vez que les alarga su mano caritativa. Y en torno al rebaño fiel se yergue majestuosa y dulce la figura del Pastor con los brazos alzados al cielo y los ojos en actitud extática, pidiendo al Dueño de la grey, en el silencio de sus noches y duras vigilias, que la hidria de la discordia no la disperse. La actividad apostólica de Eladio —proyección exacta de su potente personalidad— es increíble. De ella son expresivo índice, entre otros, los siguientes hechos: reforma las costumbres, realza el culto divino, perfecciona el estado eclesiástico, induce al rey Sisebuto a que expulse a los judíos de España, dota a la Iglesia de varones doctos y santos de la talla de Justo, Ildefonso y Eugenio, convoca un Concilio en Toledo, y a sus instancias se construye la basílica de Santa Leocadia. «Rehusó escribir, pero dictó en sus obras cotidianas lo que debía escribirse».

El 18 de febrero del 633 fue un día de luto para la Sede carpetana: Eladio, agobiado de años y de méritos, cerró los ojos a la luz de este mundo para abrirlos a la celestial. Sobre su sepulcro glorioso —en Santa Leocadia— mandó grabar San Ildefonso este hermoso epitafio: «En esta tumba reposa el cuerpo del gran San Eladio, pero su espíritu está en el cielo. En Toledo fue Virrey; del palacio pasó a ser monje; de monje, abad agaliense, y de abad, fue sublimado violentamente a la mitra toledana, cansado por su vejez, más Vigoroso por su piedad. De aquí resucitará el último día para recibir premio condigno. Yo, Ildefonso, a quien Eladio constituyó ministro del Señor, en prueba de agradecimiento, consagré estos versos sepulcrales a su pía memoria».