15 DE FEBRERO
SANTOS FAUSTINO Y JOVITA
MÁRTIRES (+HACIA EL 120)
EN medio de la maraña de tradiciones y leyendas que la devoción popular ha ido tejiendo en torno a estos dos paladines de la Fe, fulge nítido el documento incontestable de sus Actas —pieza martirial de subido tono, apoyada en descubrimientos arqueológicos rigurosamente históricos— cuyos trazos sobrios y vigorosos nos permiten ofrecer una visión clara y veraz de su estrenuo martirio. Tiene este lugar en Brescia —Italia — hacia el año 120, gobernando el Imperio Adriano, sucesor e hijo adoptivo de Trajano. La causa inmediata del mismo parece ser una denuncia presentada al Emperador por el conde Itálico, gobernador de Retia, en los siguientes términos: «Invicto Emperador: salvad a la República. En la ciudad de Brescia hay dos varones que predican no sé qué doctrina contraria a nuestros. dioses inmortales y alucinan a muchos con ella. Si tu divina palabra no los reprime, sembrarán, a no dudarlo, la división en el Imperio».
Los acusados se llaman Faustino y Jovita: santos sacerdotes cristianos, hermanos de sangre, de noble alcurnia, que ejercen con cálido celo el ministerio de la predicación...
Adriano no es enemigo declarado del cristianismo —apenas lo conoce—, pero, como buen romano, ama a la República con pasión. Las palabras del Conde le hieren en lo vivo. Espíritu voluble y tornadizo, sin mayores escrúpulos, y un si es no es escéptico respecto a filosofías y confesiones religiosas, halla fácil salida. Ahí están todavía frescos, chorreantes de sangre cristiana, los rescriptos persecutorios de Trajano. Con hacer vista gorda y suscribirlos con su silencio...
Al malvado Itálico le faltó tiempo para desatar sus feroces instintos. Un día, Faustino y Jovita recibieron la visita de Liberio, consejero del Gobernador. Traía orden severa de detenerlos y llevarlos a su presencia.
— Es público y notorio —les dijo Itálico— que nuestro augusto Emperador me ha concedido poderes especiales para juzgar a todo aquel que confiese por Dios a Cristo. Os amonesto, pues, a que sacrifiquéis a nuestros dioses. De un momento a otro llegará el Emperador. Temed caer en su desgracia.
— ¡Grata noticia! Nos anuncias la hora de nuestra mayor felicidad. Pero somos siervos leales de Jesucristo y no podemos acatar tus órdenes.
A los cinco días entra Adriano triunfalmente en Brescia. Faustino y Jovita, que han esperado en la cárcel su llegada, hacen ante él una audaz confesión de fe, riéndose de sus ofrecimientos e intimidaciones. Han dicho ya su última palabra y no tienen nada que rectificar. Pertenecen a una raza de hombres que está dispuesta siempre a sellar con la sangre la verdad de sus creencias: mori expeditum genus. El Emperador, torvo, frenético, manda conducirlos al templo del Sol invencible, para que inciensen a la estatua deslumbradora. Los Mártires, de pie ante el altar idolátrico, comienzan a entonar el Salmo 103: «Entró el sol en su ocaso, y Vos, Señor, extendisteis las tinieblas...».
— ¿Qué es lo que oigo? — grita Adriano exaltado.
—Adoramos al Dios que reina en el cielo, en la Tierra, en el sol y en todo cuanto existe.
Esto dice Faustino, mientras Jovita, mirando al ídolo, exclama: «Estatua de Satanás, cambia de naturaleza y vuélvete negra como la pez».
La maravilla asombra al tirano, mas no le convierte. Echando fuego por los ojos, pronuncia la sentencia capital, condenándolos a las fieras. Por un prodigio singular, los osos, los leones y los leopardos, se negaron a ser cómplices de s la injusticia y protervia humanas.
Dios permitió, en cambio, que se revolviesen contra los jueces, despedazando al conde Itálico y a varios sacerdotes que inútilmente los azuzaban. Hubo un alboroto grande entre la muchedumbre. El griterío ensordecedor no pudo ahogar la voz de Afra —mujer de Itálico—, que acercándose al Emperador le increpaba: «¿Dónde está el poder de tus dioses? ¿Por qué no acuden en auxilio de mi esposo? ... No hay más Dios que el de los cristianos». Y lo mismo decían el ministro Calocero y muchos oficiales y criados.
Adriano, el orgulloso, el de entrañas despiadadas, el miles gloriosus que desafiara mil veces la muerte, tembló. Pero nuevamente se impuso su instinto sanguinario, y dictó sentencia de muerte contra Afra, su criada y varios oficiales. A Calocero, Faustino y Jovita, mandó conducirlos en pos de sí, aherrojados, camino de Roma. El primero fue decapitado en Albenga —Liguria— venerándose sus reliquias en Chiavasso, cerca de Turín. Los dos hermanos — principales protagonistas de tan gloriosa tragedia— aún seguirían al monstruo por la vía dolorosa de un martirio lento y sañoso. Milán, Roma y Nápoles fueron sucesivamente testigos de su admirable fortaleza y de los estupendos milagros prodigados por Dios en su favor. El mar los devolvió sanos a la ribera ante la atónita multitud, las llamas de un horno respetaron su carne, el plomo derretido fue suave refrigerio en sus fauces febriles. Adriano, humillado, ordenó volverlos a Brescia, en cuya Ciudad consumaron victoriosamente el sacrificio de sus vidas en aras de la más firme lealtad a Cristo. Hermanos por la sangre, por el sacerdocio y por el martirio, la Iglesia ha enlazado también sus nombres en la Liturgia y en la memoria eterna de los siglos...