martes, 18 de febrero de 2025

19 DE FEBRERO. SAN ÁLVARO DE CÓRDOBA, DOMINICO (1358-1430)

 


19 DE FEBRERO

SAN ÁLVARO DE CÓRDOBA

DOMINICO (1358-1430)

CUMBRE altísima del magisterio espiritual hispano y europeo, blasón de la Orden dominicana, prez de España y émulo de San Vicente Ferrer, Álvaro de Córdoba viene al mundo en un siglo azaroso, corroído de vicios, revuelto en cismas, candente de lucha, para ser apóstol de la Verdad y príncipe de la Concordia. Ya en los albores de su existencia aparece envuelto en ese nimbo divino que muchos verán fulgurar en torno suyo en los momentos cruciales de su vida.

Nació en familia de ricoshombres y caballeros el año 1358. Don Martín López de Córdoba era Maestre de Calatrava y de Alcántara, y doña Sancha Alfonso Carrillo pertenecía a una estirpe no menos ilustré. Los sueños de ambos se fueron tras el futuro caballero que habría de reverdecer los lauros conquistados por sus mayores en lucha secular contra la morisma. Mas estos sueños los truncó el Cielo para encauzar a su elegido por el camino de una misión más excelsa y heroica, en la más pura conjunción de la nobleza humana y de los altos valores del espíritu.

Los azares de la guerra fratricida entre Pedro el Cruel y su hermano Enrique, obligan a don Martín a trasladarse a Carmona con toda la familia. Toda menos el pequeño Álvaro, que se queda en Córdoba con su tía, la poderosa dama doña María García Carrillo.

Fue una solución providencial que decidió el porvenir del Santo. Doña María, en su afán de procurarle una educación a tono con su rango, lo envía como interno al Real Convento de San Pablo —de la Orden de Santo Domingo—, reputado entonces como el más prestigioso centro de estudios. Nuevamente secunda, sin advertirlo, los planes de Dios: porque, dotado Álvaro de un alma privilegiada, de un corazón noble y generoso, de un carácter compacto, íntegro, y de un apasionado amor a los libros, en el claustro, rodeado siempre de santos ejemplos, abre en seguida sus ojos a la vida del espíritu, del arte y de la ciencia. Un día siente la seducción del blanco reclamo dominicano y solicita el ingreso en la Orden, que le recibe con los brazos abiertos. Entre los frailes deja de ser Álvaro de Córdoba para convertirse en San Álvaro: título cimentado en un trabajo incesante, en un gran amor a la verdad, en una humildad sincera y alegre, en una pureza de ángel y, sobre todo, en la más rígida austeridad.

Para un dominico, el estudio es una necesidad primordial. Álvaro, consciente de su vocación, se entrega a él con renovado afán. Acabada la carrera y ordenado de sacerdote, enseña Artes y Teología en el propio convento de San Pablo; luego regenta con gran éxito las cátedras de Filosofía y Sagrada Escritura, terminando por graduarse de Maestro de Teología en la célebre Universidad de Salamanca.

El monasterio no pudo aprisionar entre sus muros tan vigorosa personalidad. El púlpito reclamaba imperiosamente a aquel sabio de treinta años, destinado a combatir la mentira, la herejía y el vicio en media Europa. Álvaro se lanzó a la palestra y —hermano gemelo de Vicente Ferrer— fue un hombre de fuego con acentos de profeta, verdadero portento de su siglo. A impulsos de su alma arrebatada, recorrió a pie toda Andalucía, Murcia, Extremadura, Portugal, Francia, Italia... En su recia naturaleza palpita toda la agitación de su tiempo. Vigilante celoso de los intereses de la fe, a cuyo servicio pone —en ancha entrega— su prodigiosa actividad, su talento, prestigio y riquezas, su puesto está siempre en las avanzadas; y Dios responde al conjuro de su celo desbordante con maravillosas conversiones, debidas, más que a sus excelentes dotes de orador popular, a la aureola de santidad que le circunda...

El horizonte de la Cristiandad se halla entenebrecido por el dilatado Cisma de Occidente —1378-1417—. Sólo un chispazo como Álvaro o Vicente puede disipar las tinieblas del error y suavizar el encono de la envidia. Y los dos preclaros hijos de Santo Domingo, a plena conciencia de su misión, zigzaguean en el cielo trágico de Europa como el relámpago de la verdad y de la esperanza, que a un tiempo ilumina las inteligencias y foguea los corazones.

A Álvaro, el amor a la Dolorosa le impulsó un día a hacer el viaje a Tierra Santa. A su regreso le esperaban honores con los que no había soñado su humildad. La pía reina Catalina de Castilla le nombra su confesor, y lo mismo hace Juan II. Ambos hallan en él un diestro piloto y santo consejero en uno de los momentos más trágicos de nuestra reorganización nacional. Lograda la paz, el Santo se retira de la Corte. Es ya viejo y quiere morir en el claustro. Con el concurso real y la aprobación pontificia, funda en la bella sierra cordobesa el convento reformado de Escalaceli, en el que los mismos ángeles trabajan de peones. Todavía baja de tarde en tarde a la Ciudad, para recordar a los cordobeses que «los frailes no tienen qué comer» y saludar a su Dama la Virgen de las Angustias. En una de estas salidas tiene lugar el «milagro de las rosas» y el del «Cristo de San Álvaro», de que nos habla la leyenda. Es su canto de cisne...

Una tarde de 1430, las campanas de Escalaceli tañeron solas a gloria y la campiña se bañó en dulce claridad. Álvaro de Córdoba acababa de entrar en el cielo. Desde aquel día el pueblo le honró como a Santo. Benedicto XIV, tres siglos después, legitimaría el veredicto popular.