jueves, 13 de febrero de 2025

13 DE FEBRERO. SANTA CATALINA DE RICCI, DOMINICA (1522-1590)

 


13 DE FEBRERO

SANTA CATALINA DE RICCI

DOMINICA (1522-1590)

EN el vergel divino de la santidad hay para todos los gustos, si se nos permite la expresión. Flores de todos los climas, de todas las estaciones... y hasta de invernadero. Pero entre todas, las primaverales: esas vidas bellas y perfumadas, más angélicas que humanas, para quienes la virtud parece el camino más hacedero. Su ansia es de eternidad; su afán, de cumbre; sus vibraciones, siempre altas Catalina de Ricci fue una de estas almas selectas que se abren a la gracia desde la cuna como las flores al primer beso del sol. Diríase que cuando nació —Florencia, 1522— ya se traía aprendidas de memoria aquellas palabras del Cántico de los Cánticos que tanto le agradaría luego repetir: «Mi Amado para mí y yo para mi Amado, que se apacienta entre azucenas».

Desgajada muy niña del tronco materno, Dios le depara una madrastra que es para ella una segunda madre. El padre —Pedro Ricci— es lo que llamaríamos un cristiano de casta. Ambas circunstancias favorecen decisivamente los planes divinos sobre la que habrá de ser el más preciado blasón de la estirpe de los Ricci y Bonza. La pequeña Catalina florece en una atmósfera superior, llena de emociones recónditas, practicando una virtud sencilla, natural, allanada a la vida ordinaria, pero con esa ingenuidad encantadora que lejos de ser estulticia es trasunto de santidad. Sólo su caridad toma, a veces, tonos insólitos.

A los siete años va de interna al monasterio de Monticelli, donde está de monja su tía, Luisa Ricci. Pronto empieza a dar señales de una santidad eminente. Al contacto con las Religiosas, se despierta en su alma intacta un noble afán de emulación que le imprime poco a poco ese aire fino, sutil, de cumbre, que hoy consideramos como el nervio de su espiritualidad. Es obediente, discreta, humilde. Su piedad, querúbica. No es raro sorprender a alguna monja atisbando a la puerta del oratorio, para ver a esta niña singular que se pasa los recreos ante el crucifijo orando como un serafín, jugando graciosamente a la ambición más alta... ¡Imposible reflejar la vasta riqueza interna que su alma atesora!

Cuando, a los trece años, regresó Catalina a la casa paterna, el claustro le había penetrado la entraña, y sus padres, no sin resistencia, la vieron un día partir para el noviciado dominicano de San Vicente de Prato. Dos religiosas de aquel convento que pedían limosna en las cercanías de su casa de campo la habían puesto al corriente de la vida que en él se llevaba: estrecheces, austeridad, sacrificio. No era un porvenir muy halagüeño; sin embargo, nada pudo impedir que vistiese el hábito de Santo Domingo. En realidad, la vocación religiosa había nacido con ella, y cuando llegó la hora, brotó en su alma espontáneamente, como una flor.

Catalina experimenta desde los primeros días las exquisiteces espirituales de las visiones y los éxtasis. Es una traza del Esposo divino, que quiere ganarle el corazón con estas caricias pasajeras, para introducirla progresivamente por la vía áspera y estrecha del dolor purificante. Lo cuenta el Ilmo. Sr. Catani, obispo de Fiésole. A poco de profesar le envía Dios una enfermedad dolorosa y prolongada. Es un consumirse lento y resignado en el fuego de la fiebre y del martirio, una ascensión dura y violenta: hidropesía, mal de piedra, asma, todo un cúmulo de males que flagelan despiadadamente durante casi dos años el frágil tallo de su cuerpo, sin que ningún remedio humano sirva de lenitivo. Sólo el recuerdo de la Pasión la conforta y hace admirables su paciencia y espíritu de sacrificio. «Cristo es verdadera suavidad, más dulce que todo deleite» —había dicho San Agustín.

Ha transcurrido el período purificativo. Un santo de la Orden se ha aparecido a Catalina y la ha curado milagrosamente de todos sus achaques físicos. En adelante, su existencia, sin salirse del carril del dolor, de la vida victimal voluntaria, será un místico vuelo hacia las últimas «moradas» de la perfección, por la vía iluminada de los éxtasis, revelaciones, profecías y milagros. Sumergida en altísima contemplación, seguirá una pauta angélica, terror del infierno conjurado contra ella, pasmo y edificación de las almas, dentro y fuera del convento. Los dones de profecía y discernimiento de espíritus fueron, sin duda alguna, los que más le atrajeron la atención de las gentes. Cardenales y obispos, príncipes y grandes señores, llegaron de toda Italia al humilde convento de San Vicente de Prato, para pedir un consejo, recibir un aviso, una palabra confortativa o escuchar, al menos, la voz dulce y alegre de Catalina, santa sin excentricidades, sin esquiveces ñoñas, sin mohines y posturas afectados, sin desplantes montaraces..., natural e ingenua, como en su niñez…

Dios tampoco olvidaba aquella flor que, en perenne primavera, había exhalado todo su aroma para el altar del Esposo durante más de medio siglo: La leve brisa de una muerte dulce y tranquila quebró, al fin, la raíz que la ataba a la tierra y, el 2 de febrero de 1590, cerró sus pétalos a la luz de este mundo para abrirlos a la inmensa claridad de la gloria, dejando en el convento de Prato un aroma estimulante y embriagador.

Desde los altares en que la colocó Benedicto XIV, en 1746, Catalina de Ricci —gloria de la Orden dominicana— sigue difundiendo celestiales fragancias con la perennidad y lozanía, de una flor eterna...