22 DE FEBRERO
SANTA MARGARITA DE CORTONA
TERCIARIA FRANCISCANA (1247-1291)
QUE el hombre, con la ayuda de Dios, puede no sólo vencerse a sí mismo y domeñar sus bajos instintos, sino remontarse a las cimas más altas de la santidad, nos lo viene a decir la gran penitente —la gran Santa— Margarita de Cortona. Al repasar su emocionante historia, nos asalta el recuerdo de una página sublime del Evangelio: el nombre de la famosa Pecadora de Magdala se cruza inevitablemente en nuestro pensamiento. Y el paralelo se impone: ¡María Magdalena!, ¡Margarita de Cortona! Dos vidas desquiciadas, desgarradas, que ruedan primero por un abismo de locuras, para alzarse luego, en brazos de la divina misericordia, a la cumbre iluminada de la perfección y del amor; dos triunfos sorprendentes de la Gracia; dos almas a las que «mucho se perdona por haber amado mucho»…
Laviano — pueblecito toscano próximo al lago Trasimeno — es el vergel donde nace esta «margarita», en 1247. En el regazo de una madre santa entona las primeras canciones de la infancia y aprende las primeras plegarias de la inocencia. ¡Despertar de la vida en el hogar cristiano, que siempre deja huella en el espíritu! Pero muere la madre a los siete años —edad en que nada ni nadie de este mundo es capaz de sustituirla—, y la dura madrastra, más pródiga de golpes que de caricias, viene a ocupar su puesto en la casa.
Pasan los años. Margarita, con sus diecisiete primaveras florecidas, ha dejado de ser una niña. La juventud pulsa ahora ardientemente por sus venas. Inteligencia vivaz, corazón de fuego, «atildado perfil de camafeo antiguo». ¿Qué va a hacer con tantos tesoros la jovencita apasionada e incauta, envuelta en el torbellino de la vida, sin el calor del hogar, sin la tutela materna? Buscará fuera de la familia la felicidad que ésta le• niega, aunque sea por los caminos del diablo...
Un joven noble, hijo del Podestá de Montepulciano, se enamora de ella. A la fascinación del placer, del collar de perlas, de la vida cortesana, se junta la promesa falaz de matrimonio. Seducida, deslumbrada, Margarita cae en el lazo, y una noche aciaga y azarosa huye de la casa paterna en compañía de su amante.
¡Nueve años de pecado y de torturas morales! ¡Nueve años en los que no le falta ni el lujo, ni el placer, ni las seducciones, y, sin embargo, no es feliz! El recuerdo de su madre la atormenta, el peso de sus culpas la derriba, la voz de la conciencia turba sus horas más alegres y embriagadoras. Quisiera huir de aquel ambiente; mas no tiene fuerzas para romper los lazos que la esclavizan. A veces, retirada en un rincón oscuro de la quinta Palazzi, llora y reza, y todo su ser traspira el suave aroma de una esperanza redentora... «En Montepulciano —dirá más tarde— perdí el honor, la dignidad y la paz; lo perdí todo menos la fe».
Por la fe alcanzó la misericordia. La trágica muerte de su amante le abrió el. camino de la regeneración. La horripilante visión de su cadáver hediondo y tumefacto en el bosque de Petrignano, la abatió, la transformó, la iluminó. Desde entonces —tenía veintiséis años— fue un prodigio de santidad.
Una tarde de 1273 se presenta en Laviano desjarretada y lívida.
— ¡Vete de ahí, mala mujer! — le grita la madrastra sin entrañas.
¿Dónde ir? El divino Perdonador de injurias es el único que le abre los brazos: «Levántate, pobre hija mía, y ven a Mí. Yo soy la misericordia y el consuelo y el amor que nunca muere. Ve a Cortona. Los hijos de San Francisco te dirán lo que has de hacer».
Y por la misericordia, al amor. A la gran pecadora sucedió la gran penitente• que, arrebatada por un ansia infinita de purificación, quiso arrancar una a una todas las fibras manchadas de su carne, lavar una. a una todas las gotas de su sangre. Las calles de Cortona y de Laviano vieron el prodigio de aquella mujer cubierta de harapos, con una soga al cuello, la cabellera rapada y el rostro ensangrentado por los golpes, que pedía público perdón a sus conciudadanos. Fueron tres años de dura, de increíble expiación...
«Tus pecados han sido perdonados —le dice al fin el Señor—. ¿Qué más quieres de Mí?». Ella responde: «Sólo a Vos amo y deseo, Jesús mío».
Margarita no pide consuelos. Se ofrece como víctima por los pecados del mundo y solicita ser sumergida en las amarguras de la Pasión. Arrebatada en espíritu a la contemplación del drama del Calvario, probada con enfermedades, tenida por hipócrita y endemoniar da, ejercitada en una caridad llena de heroísmos, alcanza una semejanza nítida y diáfana con Cristo. Sabe sufrir en silencio y decir sonriendo: «Donde estáis Vos, allí está el paraíso». Sólo cuando el Amado se oculta, se le oye exclamar desgarradoramente: «¿Dónde habéis puesto a mi Amor crucificado?»... Su vida es ahora una comunicación perenne con el cielo, un coloquio íntimo con el Amado, un compendio de fenómenos sobrenaturales y divinas locuras. El milagro le atrae la atención de Europa entera; pero ella apenas si lo advierte. No vive ya en este mundo. Su débil cuerpo, falto de alimento, abrasado de deseos, se desmorona...
El 22 de febrero de 1291 voló al cielo el alma de Margarita con el júbilo santo de los elegidos. Su último suspiro había sido aquel grito de amor que seis siglos después repetiría Santa Teresita: «¡Dios mío, os amo!»