Homilía
de maitines
II DOMINGO DESPUÉS
PENTECOSTÉS
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
Homilía de San Gregorio, Papa.
Entre las delicias corporales y
las espirituales hay, por lo común, amadísimos hermanos, esta diferencia: que
las corporales, antes de gozarlas, despiertan un ardiente deseo; mas después de
gustarlas ávidamente no tardan, por su misma saciedad, en causar hastío. Las
espirituales, por el contrario, causan hastío mientras no se han gustado; mas
después de gozarlas se despierta el apetito de las mismas; y son tanto más
apetecidas por el que las prueba, cuanto mayor es el apetito con que las gusta.
En aquellas, el deseo agrada, más la posesión desagrada; éstas, en cambio,
apenas se desean, mas su posesión es sumamente agradable. En aquellas, el
apetito engendra la saciedad y la saciedad produce el hastío; pero en éstas, el
apetito engendra también la saciedad, más la saciedad produce apetito.
Las delicias espirituales al
saciar el alma fomentan su apetito, porque cuanto más se percibe el sabor de
una cosa, tanto mejor se la conoce, por lo cual se la ama con mayor avidez; por
esto, cuando no se han experimentado no pueden amarse porque se desconocen su
sabor. ¿Quién en efecto, puede amar lo que no conoce? He ahí por qué dice el
Salmista: “Gustad y ved cuán suave es el Señor”. Como si dijera abiertamente:
No conoceréis su suavidad si no la gustáis; pero tocad con el paladar de
vuestro corazón el alimento de vida, para que, experimentando su suavidad,
seáis capaces de amarle. El hombre perdió estas delicias cuando pecó en el
Paraíso; salió de él cuando cerró su boca al alimento de eterna suavidad.
De aquí proviene que,
habiendo nacido en las penas de este destierro, lleguemos aquí abajo a tal
hastío, que ya no sabemos lo que debemos desear. Esta enfermedad del hastío se
aumenta tanto más en nosotros cuanto más el alma se aleja de este alimento
lleno de suavidad. Llega hasta el punto de perder todo apetito por esas
delicias interiores, a causa precisamente de haberse mantenido alejada de
ellas, y haber perdido de mucho tiempo atrás el hábito de gustarlas. Es, pues,
nuestro hastío el que hace que nos debilitemos; es esa funesta prolongada
inanición la que nos agota. Y, por cuanto no queremos gustar interiormente la
suavidad que se nos ofrece, preferimos, insensatos, el hambre a que nos
condenan las cosas externas.