En el mes
de noviembre parece que la naturaleza con su otoño y la liturgia se aúnan para
invitarnos a considerar las realidades últimas de la existencia del hombre: la
muerte y, con ella, la pregunta sobre la
vida eterna. La caída de las hojas de los árboles, la infertilidad de los
campos y el menguar de los días nos recuerdan que todo lo que está vivo ha de
morir, todo tiene un principio y un fin, y así también la vida del hombre sobre
la tierra; pues sólo Dios es eterno, sin principio ni fin.
Esto que
aprendemos al observar la naturaleza, es recogido en la liturgia de este mes:
1. La conmemoración de los fieles difuntos nos invita
a considerar la muerte y, tras ella, el juicio particular cuando cada uno de
nosotros se presente ante Dios así como la suerte de aquellos que ya murieron invitando
a la oración, los sacrificios y las limosnas en favor de los que amamos para
que Dios tenga misericordia de ellos si se encuentran en el purgatorio
purificándose de sus culpas.
2. La solemnidad de todos los santos nos evoca la
vocación al cielo y la vida bienaventurada a la que Dios llama a todos los
hombres, pues para eso lo ha creado. Esta vida dichosa se nos recuerda también
con la fiesta de la dedicación de las iglesias.
3. Pero también, en contraposición, se nos recuerda
la posibilidad real del infierno, el alejamiento de Dios, de aquellos que viven
como si él no existiera. Infierno posible para aquellos que no lo aman ni quieren
amarlo. Infierno posible para aquellos que se dejan llevar por el odio, la
violencia y la ira sembrando a su paso dolor, sufrimiento y muerte. Infierno
posible para aquellos que se burlan, blasfeman y sacrílegamente actúan en
contra de Dios.
El
infierno no es un “cuento” para niños, es tan real como que hay mal y personas
malvadas.
Ante estas
realidades finales de nuestra existencia podemos sentir incertidumbre, o incluso miedo o temor: ¿Cómo será la mirada
de Dios cuando me presente ante él? ¿Qué me dirá cuando yo con toda mi vida me
encuentre delante de él? ¿Cuál será mi destino? ¿Oiré aquellas palabras de “Venid,
benditos de mi Padre” o por el contrario serán pronunciadas las terribles
palabras “Apartaos de mí, malditos”?
Queridos
hermanos:
Una vez
más acudimos a nuestra cita mensual con nuestro querido Padre Pio de
Pietrelcina. El también muy frecuentemente se hizo y meditó sobre estas
preguntas y realidades últimas de su existencia: él, que desde joven gozaba de
fama de santidad ante el mundo entero, se preguntó también cuál sería su
destino tras su muerte. En ningún momento, el Padre Pío se dejó llevar por la
falsa tentación y seguridad de considerarse “salvado”. Es más, en su lucha
interior, constantemente se le presentaba la posibilidad de condenación por no
ser “buen sacerdote”, lucha interior que le provocaba miedo y temor de vivir
separado de su Dios, su amor, por toda la eternidad.
¿Cómo
superó Padre Pío estos temores? Sin duda alguna, dejándose iluminar por las
verdades de fe, abandonándose en Dios con confianza y humildad, avivando en su
corazón un firme esperanza en el Señor, perseverando en la oración. Una hermosa
prueba de ello es la siguiente oración que recogemos de sus escritos y que en
esta tarde podemos hacer también nuestra:
“Tu reino no está lejos y tú nos haces
participar de tu triunfo en la tierra
para después hacernos partícipes de tu reino en
el cielo.
Haz que, al no poder dar cabida a la comunicación
de tu amor,
prediquemos con el ejemplo y con las obras tu
divina realeza.
Toma posesión de nuestros corazones en el tiempo
para poseerlos en la eternidad.
Que nunca nos retiremos de debajo de tu cetro,
y ni la vida ni la muerte consigan separarnos de
ti.
Que nuestra vida sea una vida sacada de ti a
grandes sorbos de amor
para expandirla sobre la humanidad
y que nos haga morir en cada momento
para vivir sólo de ti y derramarte en nuestros
corazones. Amén.”
“Tu reino no está lejos” –afirma el Padre Pio dirigiéndose al buen Jesús.
Tu reino no está lejos porque tú has venido, te has acercado y has puesto tu morada entre nosotros. Tú eres el Enmanuel, el Dios con nosotros. Y tú
mismo, Señor, has dicho el reino de Dios
ha llegado a vosotros, no lo busquéis
aquí o allá, porque el Reino de los
cielos está dentro de vosotros, en
vuestro corazón. Un reino que continuamente se acerca a nosotros, pues estoy
a la puerta llamando, si alguno me abre, entraré y cenaremos juntos.
“Tu reino no está lejos” porque quieres
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad… “Tu
reino no está lejos” porque tú mismo con tu pasión y muerte has pagado la deuda
que nos alejaba de él y con tu propia resurrección y ascensión has abierto las
puertas del Paraíso y has ido a prepararnos sitio; y aunque para nosotros es
imposible alcanzarlo con nuestras propias fuerzas, tú nos lo das porque tu
misericordia es eterna y tu fidelidad de generación en generación.
“Tu reino no está lejos y tú nos haces
participar de tu triunfo en la tierra para después hacernos partícipes de tu
reino en el cielo”-continúa afirmando el Padre Pío-.
Participamos de tu triunfo, pues estás sentado a la derecha del Padre y
reinas glorioso en el cielo, y nosotros aunque peregrinos todavía
experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor y poseemos en prenda la vida
futura que nos da a través de la gracia de los sacramentos.
Participamos de tu triunfo pues confesamos tu gloriosa resurrección, -pues
si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no tiene sentido- venciendo la fatalidad
de la muerte y el pesimismo de aquellos que viven sin esperanza pues nosotros
aguardamos los cielos y la tierra nueva donde ya no habrá llanto, ni luto, ni
dolor.
Participamos de tu triunfo cuando damos muerte en nosotros a las obras del
hombre viejo y vivimos según la condición de hombres nuevos, a la medida tuya,
el hombre perfecto, cuando rechazamos la tentación, detestamos el pecado. Participamos
de tu triunfo, cuando a pesar de sufrir en nosotros los embates del enemigo
experimentando nuestra fragilidad y debilidad, nos dejamos bañar y purificar
por el sacramento de la Confesión que nos perdona los pecados.
Participamos
de tu triunfo al unirnos en la Santa Misa a ti Sacerdote y Rey Eterno, uniendo nuestras
voces y nuestra oblación a la Virgen María, a los ángeles y a los santos, llegando
hasta el trono de Dios nuestras oraciones y sacrificios, hasta que también
nosotros, pecadores siervos tuyos, que confiarnos en tu infinita misericordia, seamos
admitidos en su compañía, no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad.
La oración
del Padre Pio sigue diciendo: “Haz que,
al no poder dar cabida a la comunicación de tu amor.” Pues, nosotros pobres
criaturas limitadas y materiales, no podemos contener en nosotros la inmensidad
del amor de Dios en nosotros; pero paradoja asombrosa que Dios mismo se hace
conforme a nuestra limitación para dársenos; tan pequeño se hace, que viene a
la Eucaristía y en apariencia de pan y vino se nos da por alimento… Ojalá seamos
algún día capaces de comprender con todos
los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y de
conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento, para que seamos
colmados hasta la medida de toda la plenitud de Dios.
“Haz entonces, que prediquemos con el ejemplo y con
las obras tu divina realeza” pues como
el cielo proclama la gloria de Dios y el
firmamento pregona la obra de sus manos, así también nosotros, criaturas
tuyas, sin que hablemos, sin que
pronunciemos palabra alguna, sin que resuene nuestra voz, por medio de nuestro ejemplo y vida virtuosa hagamos
que a toda la tierra alcance tu pregón y
hasta los límites del orbe el lenguaje de tu amor.
“Toma posesión de nuestros corazones en el tiempo
para poseerlos en la eternidad” suplica el
Padre Pío a Jesús Rey manso y humilde. Toma posesión de nuestro corazón por
medio de tu santo Espíritu, que encienda con su luz nuestros sentidos; infunda
su amor en nuestros corazones; y, con su perpetuo auxilio, fortalezca nuestra
débil carne; aleje de nosotros al enemigo, nos dé pronto la paz, sea nuestro
guía, y bajo su dirección, evitemos todo
pecado.
“Que nunca nos retiremos de debajo de tu cetro” pues como
están los ojos de los esclavos fijos en
las manos de sus señores, así también están nuestro ojos fijos en el Señor Dios
nuestro. Que no nos retiremos de tu cetro, pues, tú eres el buen Pastor,
que nos conduces con cayado dulce y suave hacia la fuentes de agua fresca, de
vida eterna; y así “ni
la vida ni la muerte consigan separarnos de ti” pues “Si Dios está con nosotros,
¿quién estará contra nosotros? Pues
estamos convencidos de que ni muerte, ni
vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni
altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8, 31-32.38-39).
Termina su
oración el Padre Pío pidiendo: “Que
nuestra vida sea una vida sacada de ti a grandes sorbos de amor para expandirla
sobre la humanidad y que nos haga morir
en cada momento para vivir sólo de ti y derramarte en nuestros corazones.” Pues
Cristo es la fuente viva, el mismo es la vida, y como la cierva sedienta hemos de correr a él para que nos dé su propia
vida y como la Samaritana hemos de pedirle:
“Señor, danos de ese agua viva” pues
quien beba de su agua ya no tendrá más sed.
Queridos hermanos:
el temor, el miedo y la duda se disipan contemplando el amor que Dios nos tiene; y, siempre desconfiando de
nuestras propias fuerzas, con confianza y humildad empeñar toda nuestro ser,
alma y corazón en amar al que nos ha amado antes, sin reservarnos nada, sin
medidas y cálculos. Que esta sea hoy la lección del pobre fraile capuchino Pío
de Pietrelcina, que sea también nuestra propia oración. Así lo pedimos.