03 DE NOVIEMBRE
LOS INNUMERABLES MÁRTIRES DE ZARAGOZA
(AÑO 303)
E aquí una página inmortal lección e invitatorio— que haríamos bien todos los españoles en aprendernos de memoria, para vibrar al unísono con Zaragoza en torno a esta fecha del tres de noviembre, señalada en la Epacta cesaraugustana con rojo color de sangre...
De lejos llega, ceñida la túnica purpúrea, tremolando la palma en la diestra, coronada la frente de laurel, el cortejo de los Mártires innúmeros:
De aquí, ceñido con la nívea estola,
emblema noble de togada gente,
tendió su vuelo a la región empírea
coro triunfante.
De lejos llega, férvida, palpitante aún, la invitación de Prudencio: «Alza la frente, esclarecido pueblo... Póstrate toda, generosa Ciudad; póstrate toda conmigo encima de las tumbas santas, para que en el día de la resurrección puedas seguirles a la gloria».
Para sentir hondamente, en todo su tremendo verismo, en todas sus consecuencias cristianas y españolas, los terribles episodios acaecidos en Zaragoza el año 303 de nuestra Era, sería preciso que el lector se trasladase, siquiera en espíritu, a la cripta de Santa Engracia o de las Santas Masas de aquella Ciudad inmortal, uno de los templos más antiguos de la Cristiandad, «panteón de mártires y archivo de recuerdos heroicos», a pesar de la sacrílega voladura del 13 de agosto de 1808 —en plena retirada bonapartista —, que destruyó, con la gótica riqueza del Monasterio Jeronimiano de las Santas Masas, su incotizable Biblioteca. Aún quedan reliquias y testimonios bastantes, como para acelerar el pulso de nuestros corazones y abrasar nuestras almas con el recuerdo encendido de aquella gesta casi inverosímil...
Allí está la columna en la que Santa Engracia fue atada y azotada; allí, sobre el Altar Mayor, su destrozado cuerpo, con los de San Lupercio y San Lamberto; allí su cráneo, expuesto junto al de estos dos mártires; allí un trozo del clavo con que perforaron su frente; allí el sarcófago del siglo IV que guardó sus restos; allí el pozo de catorce metros, receptor de las Cenizas Santas; allí coágulos de sangre; allí, en suma, la urna que contiene las San: tas Masas de los Innumerables Mártires. ¡Oh, cómo se ilumina allí la noche de los siglos, y aparece en toda su frescura el trágico suceso, como una «información de última hora»!...
El Gobernador Publio Daciano, ejecutor de la monstruosa proscripción decretada por Diocleciano, llega a principios del 303 a Zaragoza. Trae las manos manchadas con la sangre de Eulalia, de Félix, de Cucufate... En seguida aparece por las calles cesaraugustanas el bando conminatorio: hay que renegar de Cristo y adorar a Júpiter y Fortuna. La intrépida doncella Engracia se presenta espontáneamente ante el inicuo juez, increpándole y amenazándole en nombre de Dios. El 16 de abril es brutalmente martirizada, siguiéndola, a poco, dieciocho de sus familiares, cuyos nombres
Serán leídos en tremendo día,
cuando tu Ángel los Dieciocho ofrezca,
que por derecho de martirio y tumba
rigen tu pueblo.
Era el comienzo de una gloriosa hecatombe. En un segundo bando, artero y falaz, Daciano propone el destierro a los que no quieran abjurar de su Fe. En diecisiete mil cifras la Historia el número de los que, por amor a Dios, a la paz y a la libertad, abandonan sus hogares, su Pilar y todas sus querencias, y, por el Arco de Cinegio, salen de la Ciudad en piadosa turba, en día y hora prefijados. Hombres y mujeres, niños y ancianos, dignas ovejas de San Valero...
A la altura del Huerva, suena de repente un clarín. Es la traición. Emboscados entre los olivares, los jinetes de Daciano caen alevosamente sobre la inerme muchedumbre, y, a mansalva, alancean y acuchillan, hasta que el espacio comprendido entre el Huerva y la Puerta Cineja queda cubierto de cadáveres. ¡Zaragoza — Studiosa Christi, madre de mártires, templo fuerte, morada de ángeles grandes— acaba de dar al mundo el más alto ejemplo de su inderrocable temple cristiano! ¡Aquí los versos áureos de Prudencio!
Pocas ciudades mostrarán un mártir;
con dos o tres agradarán algunas;
tal vez con cinco ofrecerán a Cristo
prenda de alianza.
Tú sola al paso del Señor pusiste
mártires sacros en legión inmensa;
tú sola, rica, de piedad espejo,
rica en virtudes.
La limpia sangre que bañó tus puertas
por siempre excluye la infernal cohorte,
purificada la Ciudad, disipa
densas tinieblas.
Nunca las sombras tu recinto cubren,
huye de ti la asoladora peste,
y Cristo mora en tus abiertas plazas,
Cristo doquiera….
Grandes hogueras, por orden de Daciano encendidas, consumieron los sacros despojos de los Innumerables. Pero no del todo, pues una lluvia milagrosa impidió la total incineración. Los cristianos recogieron piadosamente aquella santa masa, y la inhumaron en unas cuevas a orillas del río Huerva, origen de la actual Cripta de Santa Engracia de Zaragoza.
El hielo del tiempo no ha podido apagar la llama del amor hacia los que fueron pétreos pilares de la fe de un Pueblo, «tan rico en mártires como la púnica Cartago, como la propia Roma asentada en el solio».