La Insensibilidad Del Coraz... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...
LA INSENSIBILIDAD DEL CORAZÓN (continuación…)
La tercera causa procede de la sensualidad de la vida. Tanto nos ama Dios y hasta tal punto quiere elevarnos hasta sí mismo, que cuantas veces vamos a las criaturas en busca de satisfacciones, nos castiga, o por lo menos nos castigamos nosotros mismos en cuanto perdemos el vigor y la satisfacción en su servicio. No tarda en venir este castigo, sino que sigue muy de cerca a la culpa; tal es una de las leyes de la santidad. Los demás pecados no van seguidos del castigo inmediato tanto como el que consiste en gozar de las criaturas, o de sí mismo, pues bastante castigo es el pecado mortal por sí mismo, en tanto llegue el infierno a satisfacer a la justicia de Dios. Pero quien en sí mismo o en las criaturas busca el contento, malogra la gracia de Dios, le tiene en menos y le deshonra, por lo que al punto es castigado con la privación de la paz y la satisfacción que procura el servicio de Dios; es castigado por donde pecó.
Son muy numerosas las almas de esta clase. Siempre se quiere gozar. En todas las cosas se comienza por buscar el lado que más sensaciones nos proporcione, y créese que el amor sube de punto porque se tiene más sensiblería. En realidad, en este caso se nos trata como a un niño, a quien, para calmarle y darle gusto, se da inmediatamente la recompensa que ha merecido; no se ama, sino que se es amado. Se goza y se vuelve uno ingrato para el manantial de esa alegría puramente gratuita, atribuyéndola al propio merecimiento, a la virtud, siendo así que es un don del Salvador. ¡Desdichados de nosotros si Dios se viera obligado a tratarnos de tal suerte! Nos lisonjearía como se lisonjea a los enfermos que se encuentran en los últimos extremos, ocultándoles el mal.
Por consiguiente, cuando nos hallemos insensibles, averigüemos si no hemos sido demasiado sensuales en nuestra vida.
No me refiero a la abominable sensualidad, sino a esa otra que consiste en complacerse el amor propio en el bien, en las buenas obras que se hacen; esa sensualidad que obra el bien para gozar del mismo, para honrarse y glorificarse por ello, en lugar de referirlo a Dios, único autor del bien. Salid de este estado y bendecid a Dios por trataros duramente para descubriros vuestro mal.
III
Es, pues, necesario tener un corazón sensible, dúctil, que se deja impresionar por la gracia, dócil al menor toque de la misma y capaz de sentir la operación de Dios.
Se dice: Quien trabaja, ora, y el trabajo me santifica, aun cuando no sienta a Dios en mí. – ¡Oh, si oráis al trabajar, está muy bien! Mas el trabajo, cuando no va animado de buenos deseos, de aspiraciones a Dios y de unión con Él no es una oración. También trabajan los paganos y los impíos. Si trabajáis por amor de Dios, oráis; si no, no.
–Pero trabajando hago la voluntad de Dios, y eso debe de bastar. –¿Pensáis en esa divina voluntad? ¿Trabajáis por ventura para conformaros con ella?
–¡Si cumplo con mi deber! –Los soldados y los condenados a los trabajos forzados lo cumplen también. Por sí misma la vida exterior no es una oración; es preciso animarla del espíritu de oración y de amor para que lo sea.
Es necesario, lo repito, tener un corazón afectuoso para Dios.
¿Para qué nos había de dotar el Creador de sensibilidad si no fuera para emplearla en su servicio? La sensibilidad es el vivir del espíritu de fe. Decía nuestro Señor a los judíos: “Os quitaré el corazón de piedra y os daré otro de carne” (Ez 36, 26). Los judíos tenían un corazón de piedra, porque eran del todo exteriores y hallaban su recompensa en la felicidad presente. A los cristianos, en cambio, nuestro Señor ha dado un corazón de carne capaz de sentir la vida divina, de unirse con Dios, de unirse con el Verbo. Y como el Verbo no obra sino en corazón semejante al suyo, y como por ser espíritu no habla sino espiritualmente y por medio de la fe, menester es que el alma, que el corazón esté siempre en nuestras manos, elevado a Dios, para que el divino artífice pueda configurarlo según el modelo del propio corazón, imprimiéndole el sello, la vida y el movimiento propios.
El Señor rechaza y maldice la tierra en la Escritura diciendo que será árida, que no la regará la lluvia, que de su seno no saldrá nada. Al contrario, cuando la bendice, asegura también Dios nuestro corazón, lo fecunda con el rocío de su gracia, y con el calor de su amor lo dilata, tornándolo de esta suerte capaz de todas las impresiones de su amor.
IV
El primer efecto de la sensibilidad del corazón es haceros distinguir mejor la proximidad de Dios, oír de más lejos y con mayor ventura su voz y manteneros bajo la amorosa impresión de su presencia. La sensibilidad es causa de que el corazón se dirija más fácilmente hacia Dios, y eso antes por impresión, por instinto, que por razonamiento. Cuanto más se da uno a Dios, tanto más sensible y delicado viene a ser. No se trata de que las lágrimas salten con mayor o menor abundancia. La sensibilidad y la delicadeza del corazón son algo misterioso: no pueden definirse, sino que se sienten. Son la misma señal de la gracia.
Mas a medida que va uno alejándose de Dios, disminuye la delicadeza. Se deja la compañía del rey para volver al vulgo. En lugar de mirar a Dios, se mira a las criaturas. ¡Desdichado del que así cae!
El segundo efecto de la sensibilidad es movernos a orar interiormente. Las oraciones vocales no bastan; por santas que sean no satisfacen por completo. El corazón experimenta la necesidad de alimentarse con sentimientos nuevos. Quiere desprenderse más de lo terreno y subir más alto, siente la necesidad de vivir con Dios por medio de la meditación.
En el servicio de Dios nos hace, por tanto, falta un corazón sensible. Lo necesitamos por lo mismo que somos flacos. Es una doctrina presuntuosa la que desdeña la sensibilidad del corazón y enseña que hay que caminar sin gozar de Dios. Sin duda que no debemos apetecer como un fin el gozar de Dios; por lo demás, si os paráis demasiado en eso, bien sabrá nuestro Señor sacaros a otro estado. Pero si os sentís atraídos, si es verdad que subís, que sentís el Corazón de Jesús en contacto con el vuestro, ¡oh cuán felices sois! Pedid esta gracia, es un bastón sólido y seguro del que os podéis valer para caminar.
No me agradan los que dicen: Mi tienda está plantada en el Calvario. Si allí lloráis, está bien; pero si permanecéis fríos, es el orgullo el que os retiene.
¿Quiénes sois para pretender pasaros sin esos dulces y fáciles medios de que, misericordioso, se vale Dios? Ahora que se instruye a los niños de tal manera que a los siete años son ya unos filósofos, se hacen pedantes y arrogantes, porque el espíritu acaba por sobreponerse al corazón.
Fijaos, al contrario, en lo que vemos en el Evangelio: Al llorar Magdalena y las santas mujeres, Jesús, lejos de desecharlas, las consuela. Debéis sentir y gustar de Dios por lo mismo que os ha dado un corazón sensible.
Mas la ternura del corazón es, las más de las veces, fruto de sacrificio. Si el Señor os conduce por esta senda, someteos, pero dejadle que obre según le plazca.
Todo entero quiere Dios nuestro corazón. Se tiene miedo de darse por completo; se dice: “Prefiero sufrir”. Pero lo que en el fondo de este sentimiento hay es pereza. No quiere uno entregarse completamente, sino que quiere escoger por sí mismo el sufrimiento; ¡da miedo dejar que lo escoja Dios!
Tengamos, pues, siempre un corazón sensible y afectuoso para Dios, sobre todo en nuestras oraciones. ¡En el servicio de nuestro Señor no somos todo lo felices que debiéramos! Nuestro Señor quisiera derramar con mayor abundancia las dulzuras de su gracia; aceptadlas con confianza para vuestra mayor dicha en el tiempo y en la eternidad.